A veces no sé si el tiempo corre demasiado, o si todo es una conjura para hacernos envejecer con una rapidez inusitada. Aquella mueca, aquella sonrisa que ayer era felicidad hoy es el testigo del ocaso por siempre repudiado.
Cada día que termina se parece al último, no importa si es gris o de un sol radiante, y esa prisa por terminar aquello que no pudimos es esa impotencia, la insoportable levedad de nuestra infinita pequeñez.
En la inseguridad de no saber si acerté dejé al lado de un camino mis ansias, eso que los maestros llamaban "ponerse el mundo por montera". Soñar tal vez fue el inconsciente sinónimo de arriesgar, y, en cierto modo me hizo despertar, mirar al espejo de esa cruda verdad que cada día nos pone a prueba. Me hicieron saber con tiempo que aquel sueño llegaría a su fin, pero aceptar una profecía es dejar un vacío en un corazón que un día conoció el mejor de los latidos. Si ayer todo lo dí, hoy puedo asegurar que aquello me convirtió en uno mas de esa Legión del desencanto, esos que tarde ven ante sus ojos un ídolo de barro. No es misoginia, sino un desinterés absoluto en todo lo que signifique compromiso.
He aprendido que la mitad de mi sombra vale más que un intangible atisbo de realidad, esa que lastima, que hiere hasta el alma, que niega lo más cercano, y que sin pudor alguno usamos como arma arrojadiza, en una infame cobardía que riñe con el más elemental pundonor.
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