No sirvo para medir
el inmisericorde y despiadado factor tiempo, pero sé que va unido a esos
conceptos intangibles y volátiles, responsables de todas las sensaciones y
estímulos que solo nuestra especie puede mostrar.
Si fuera posible
unir las expresiones y gestos de nuestro rostro a lo largo de toda una vida llegaríamos
a la conclusión de que somos el mimo perfecto, sin disfraces ni maquillaje. Las
monedas son ese pago a fin de mes que un jefe ruin y miserable te arroja, sin
posibilidad para el descanso físico, el que arrastra por empatía al descanso
del alma, con el interminable “danzad, danzad, malditos”.
Tampoco puede
medirse la nostalgia, porque no necesariamente la hacen los años, porque puede
ser de ayer, de incluso horas. Aparece siempre como ese fantasma junto a la
carretera en noche lluviosa y tétrica, sin aviso previo, poniendo en alerta
toda una amalgama de neuroreceptores que salen a su encuentro. La nostalgia
puede ser un camino apartado a la sombra de un árbol como único testigo cuando
se expresa el corazón. Es la música que coincidió en el tiempo con lo vivido de
forma placentera, con todos los sentidos en su plenitud, requisito este,
imprescindible. Puede ser una ciudad desconocida que evoca a través de sus
calles un paseo, un café, una fuente…
Se muere antes
cuando faltan los recuerdos, porque, sin recuerdos no hay estímulos capaces de
hacerte sonreir y llorar al mismo tiempo. Es entonces cuando aflora en estadío
temprano la demencia, el olvido paulatino de todo lo que consigue abrir con
sorpresa nuestros ojos, la atrofia progresiva de nuestros apéndices y el
deterioro cognitivo irreparable. Si no sentimos nostalgia, tendremos la prueba
más certera de lo que jamás hemos vivido. También se puede olvidar en forma de propósito, otra cosa es que lo consigamos, pues, nostalgia y olvido son dos fuerzas en permanente vigilia, esperando cada una su momento.
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