Como cuerpos
durmientes, en catacumbas silenciosas, aguardan mudas las palabras. No hay una
igual a otra, aunque tengan todas sus clones, los sinónimos que sirven a la vez
como As en la manga, utilizados en disciplina y estrategia para combatir si la
ocasión lo requiere.
Las hirientes son
la fiera enjaulada que golpean los barrotes de nuestro subconsciente. Se
almacenan en el stack o pila del cerebro, donde la primera en entrar, siempre
es la última en salir. Categóricamente, es la más cruel, tal vez porque no
olvida la presión y el empuje del resto. Se liberan de forma gradual, en función
de la resistencia, previamente medida del adversario.
En una imaginaria
escala de mando, siempre se consulta con el mariscal de campo, el hemisferio
que sopesa y razona las decisiones, para, en última instancia proceder con la
orden de abrir fuego. Pero hay palmarias diferencias entre vencer en una
batalla y ganar una guerra, por lo que, las palabras casi siempre son medidas,
como si un mediador o negociador se encargara de su selección. Dulces o
tranquilizadoras cuando se persigue un fin, escasas y ambigüas ante la desidia,
y crueles cuando se desea el fin, cuando es molesto hasta el esfuerzo de abrir
la boca.
Es entonces cuando
huimos, serpenteando entre las dunas, huyendo de la tormenta de arena que son
las palabras en su conjunto, y al
resguardo de una loma, escuchar solo las que nos enamoran.
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