viernes, 14 de marzo de 2014

PERDÓN, QUISE DECIR..."LO SIENTO"



                                      

   Eran demasiadas las veces que solíamos decir “perdona”, tras una rencilla o disputa pueril, ya saben, “cosas de chiquillos”. Para un niño siempre es fácil pronunciar esa palabra, porque, tras hacerlo, el agraviado siempre cambia su semblante, la señal que espera el agresor. Ahí acababa todo, sin rencores, sin odio ni maldad, aunque también reconozco que eran demasiadas las veces en el día que traicionábamos ese breve propósito de enmienda. De todas formas, siempre era mejor arreglar las cosas entre nosotros que recurrir al “Consejero” de aquél infame internado, experto en la solución de conflictos de forma salomónica: dos sonoros tortazos a cada uno. Era un ardor insoportable en las mejillas, solo comparado a un estado febril, pero sin anginas ni nada que lo produjese. La probabilidad de que volviésemos a reincidir era prácticamente nula en el resto de la jornada.

   Pero el pequeño Peter Pan abandonó un día el país de Nunca jamás, dejando atrás a Campanilla, quien, por cierto, no acudió a despedirle con estrellitas de purpurina, tal vez por un olvido a propósito de su varita mágica. Era el comienzo de la realidad, de lo que nos había sido vetado con la excusa de no estar preparados. También ese día pedí perdón por mis involuntarias tropelías, aunque algunas, con una intención clara, como revancha por aquellos castigos que injustamente recibimos. No lo hice con un cura de ochenta y tantos años, de piel enjuta y sonrosada con marcados capilares, quien tenía la absurda costumbre de decir misa todos los sábados, a las siete de la mañana, en una capilla vacía, el mismo que no dudaba en darme un capón si derramaba el vino, o tocaba aquella pequeña  campana de latón a destiempo.


   Afortunadamente es pasado, aunque con nítidos recuerdos imposibles de borrar, como esos archivos que se aferran en una computadora, haciéndose residentes perpetuos, y provocando con frecuencia ese temido “over flow”. Y yo, que siempre había creido que las ofensas y el perdón era un binomio de la niñez, quedé sorprendido al ver que los adultos, los de antes y los de ahora también pedimos perdón, que ofendemos y lastimamos, a veces sin pudor, con esa indiferencia que hiere más que cualquier fractura o herida físicas. Todo  es entendible atendiendo a la sentencia “a toda acción sucede una reacción”. Se castiga o  hiere siempre en proporción a la ofensa producida, sin que nada siente precedentes, ni la jurisprudencia de la vida sea todo lo justa para compensar el dolo. También, y, con demasiada frecuencia, la desproporción supera todo lo que entendemos como resultado razonable, demonizando y criminalizando cuanto se aparte del pensamiento único que nos hizo prisioneros. Es entonces, cuando traspasamos la delgada línea roja, cuando desvelamos media identidad difuminada, que reconocemos el error, que ya no basta decir tres veces “perdona” ni diez veces…”lo siento”.  

2 comentarios:

Unknown dijo...

conmovedor,realismo puro!!!mi niño y dulce Juancito!

Juan Luis dijo...

Lo que me tocó vivir, ni más ni menos, pero recuerdo siempre aquello como parte de lo que moldea nuestro futuro, con la inocencia que gratamente recordamos.