Eran demasiadas las
veces que solíamos decir “perdona”, tras una rencilla o disputa pueril, ya
saben, “cosas de chiquillos”. Para un niño siempre es fácil pronunciar esa
palabra, porque, tras hacerlo, el agraviado siempre cambia su semblante, la
señal que espera el agresor. Ahí acababa todo, sin rencores, sin odio ni
maldad, aunque también reconozco que eran demasiadas las veces en el día que
traicionábamos ese breve propósito de enmienda. De todas formas, siempre era
mejor arreglar las cosas entre nosotros que recurrir al “Consejero” de aquél
infame internado, experto en la solución de conflictos de forma salomónica: dos
sonoros tortazos a cada uno. Era un ardor insoportable en las mejillas, solo
comparado a un estado febril, pero sin anginas ni nada que lo produjese. La
probabilidad de que volviésemos a reincidir era prácticamente nula en el resto
de la jornada.
Pero el pequeño
Peter Pan abandonó un día el país de Nunca jamás, dejando atrás a Campanilla, quien,
por cierto, no acudió a despedirle con estrellitas de purpurina, tal vez por un
olvido a propósito de su varita mágica. Era el comienzo de la realidad, de lo
que nos había sido vetado con la excusa de no estar preparados. También ese día
pedí perdón por mis involuntarias tropelías, aunque algunas, con una intención
clara, como revancha por aquellos castigos que injustamente recibimos. No lo
hice con un cura de ochenta y tantos años, de piel enjuta y sonrosada con
marcados capilares, quien tenía la absurda costumbre de decir misa todos los sábados,
a las siete de la mañana, en una capilla vacía, el mismo que no dudaba en darme
un capón si derramaba el vino, o tocaba aquella pequeña campana de latón a destiempo.
Afortunadamente es
pasado, aunque con nítidos recuerdos imposibles de borrar, como esos archivos
que se aferran en una computadora, haciéndose residentes perpetuos, y
provocando con frecuencia ese temido “over flow”. Y yo, que siempre había
creido que las ofensas y el perdón era un binomio de la niñez, quedé
sorprendido al ver que los adultos, los de antes y los de ahora también pedimos
perdón, que ofendemos y lastimamos, a veces sin pudor, con esa indiferencia que
hiere más que cualquier fractura o herida físicas. Todo es entendible atendiendo a la sentencia “a
toda acción sucede una reacción”. Se castiga o hiere siempre en proporción a la ofensa
producida, sin que nada siente precedentes, ni la jurisprudencia de la vida sea
todo lo justa para compensar el dolo. También, y, con demasiada frecuencia, la
desproporción supera todo lo que entendemos como resultado razonable,
demonizando y criminalizando cuanto se aparte del pensamiento único que nos
hizo prisioneros. Es entonces, cuando traspasamos la delgada línea roja, cuando
desvelamos media identidad difuminada, que reconocemos el error, que ya no
basta decir tres veces “perdona” ni diez veces…”lo siento”.
2 comentarios:
conmovedor,realismo puro!!!mi niño y dulce Juancito!
Lo que me tocó vivir, ni más ni menos, pero recuerdo siempre aquello como parte de lo que moldea nuestro futuro, con la inocencia que gratamente recordamos.
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