Alberto era un tipo introvertido, solitario, arrogante y un poco pendenciero en la palabra. Todos le daban de lado, esquivando su presencia la mayoría de las veces. Si bien comenzaba en un tono amigable, no tardaba mucho en aparecer ese Mister Hyde que todos llevamos dentro, y lo hacía con cierto aire de chulería, con esa prepotencia que da una posición envidiable en la vida. Presumía de haber entrado en Telefónica por oposición, pero tras muchas horas escuchándole, tras días de involuntario interrogatorio, y aunque nunca quiso reconocerlo, fue su padre, militar de alta graduación, quien le colocó allí. Es lo que hoy llamaríamos "tráfico de influencias". Bastaba una carta de recomendación que obraba maravillas.
Desde el primer día observé que era un tipo digno de estudio por mi parte. Criado en una familia de clase alta, rápidamente me di cuenta que en su niñez hubo abundancia en todo, salvo en lo esencial: el cariño de unos padres. Su padre, como buen militar de la vieja escuela debió inculcarle ( o al menos lo intentó) , aquella disciplina hitleriana, más propia de un frío internado. Nunca le ví llorar, porque era incapaz de sincerarse con nadie, y a pesar de que lo intenté, era escurridizo como una anguila y rápidamente cambiaba de tema, evitando sentirse incómodo.
Pasaron los años, y tras el fallecimiento de su esposa quedó aún más solo, pero era un tipo que se hacía a todo, hasta que llegó la enfermedad, uno de tantos carcinomas, sin previo aviso, con unos síntomas que nada hacían presagiar el desenlace. Recuerdo que le acompañé a una revisión concienzuda, pues se quejaba de una opresión anormal en la garganta. Tras la misma creo que se dió cuenta que algo iba mal. Fue entonces cuando comprendió el significado de la palabra soledad, pues, al rechazo de la gente se unía la tortura de la enfermedad. No quería estar solo, sentía miedo a no despertar, por lo que le ofrecí mi casa, si eso servía para amortiguar en cierto modo aquella soledad. Aceptó de buen grado, cosa que me extrañó, pues la soberbia y el orgullo siempre las tuvo a flor de piel. Tras dos meses, y tal vez barruntando lo peor, optó por una residencia , tal vez porque, en el fondo pensó que no quería ser una carga para nadie. Fue a morir como uno más de esas tribus donde los ancianos abandonan la aldea para irse en soledad, la que el eligió.
Cuando alguien nos deja somos tal vez un poco más huérfanos. Alberto no daba el perfil de alguien allegado, pero es gratificante que ante el rechazo de los demás, y aunque nunca lo dijera, en mí siempre tuvo un amigo.
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