domingo, 20 de junio de 2021

Entre lo escatológico y lo divino

   Pronto serán tres años, tres años como tres siglos. Fue por Julio cuando el calor es abrasador, cuando por toda compañía tengo los silbidos del mirlo, del verderón y la cigarra, telonera que resiste el calor más abrasador. 

 Scott Mackenzie dejó su corazón en San Francisco. El mío quedó para siempre en aquel pueblo rebelde de ese país al que amo profundamente, de payadores, de poetas del pueblo, de milongas, de Zamba, de mates y asados donde el extranjero deja de serlo para convertirse en amigo. 

   Ya me advirtieron que nada es eterno, que el amor sin roce es una variedad de tantos espejismos, incluso llegaron a insinuarme que hoy el amor no dura más allá de cuatro años. Formamos parte de ese puzzle que un día empezamos, casi sin darnos cuenta, entrando al trapo de sentimientos, donde es difícil sustraerse a la realidad que desde la lejanía te cuentan. Llegado el momento empecé a preguntarme si merece la pena idealizar y encumbrar a una persona que tiene más de escatológico que de divino, con los mismos defectos que los míos, con una pobre e inexistente capacidad de ponerse en el lugar de los demás. No creo en el hombre mediocre al que se refiere José Ingenieros. La mediocridad no es exclusiva del hombre, sino del humano, englobando a los dos sexos. 

  Reconozco que mi vida estaba vacía, que la soledad circunstancial me hizo buscar entre el gentío, adentrándome en los agujeros negros de lo virtual, donde el cielo siempre se junta con el mar, donde es muy fácil confundir deseo con una inexistente capacidad de amar. 

  No llegué a desarrollar una misoginia que bien pudiera merecer la peor de las misándricas. Simplemente antepuse lo escatológico a lo divino. Somos la fealdad que esconde lo biológico, de fluidos, de células que cada día mueren, la fotografía en tono sepia de aquella belleza que fue flor de un día. 

  Me cansé de desprecios, desaires, insolencias que como latigazos laceraron mi espalda. La felicidad son los años que nos quedan, sin reproches, sin la vigilia de 24 horas del enfermo imaginario. La felicidad es no tener que desear la libertad que tienen los "mediocres".


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