Fue tras finalizar el curso, allá por el año 1975. Para alguien que no conoció otro mundo salvo el internado, un patio enorme, sin limonero, era toda una odisea enfrentar la auténtica como real vida que salía a mí encuentro. Creo que se mezclaron ambas sensaciones, soledad e inseguridad. Si bien no tuve más remedio que amansarlas durante mi estancia, esta vez era diferente, pues significaba plantar cara a lo desconocido. En un silencio casi sepulcral, y de regreso a Córdoba, me limité a devorar aquél paisaje de la vega, de interminables latifundios de algodón y maiz. Aquello me pareció como recobrar la libertad, en cierto sentido, volver a lo que fueron mis orígenes, los del niño yuntero que fui a tenor de la circunstancia.
Una vez establecido en la Residencia de estudiantes, dependiente del obispado, comencé a otear sus calles, sus gentes. Siempre estaré agradecido al cura Manolo, quien se encargó de todo para volver a estudiar.
Solía pasar muchas tardes en la plaza de Jerónimo Páez, junto al museo arqueológico, donde conocí a más rebeldes de mi misma causa, y es que, con diecisiete años, recién salidos de una Dictadura, las hormonas de la lucha se disparaban.
Allí, en la Judería conocí a Rafael, quien regentaba una taberna, donde coincidían los vecinos y toda suerte de turistas que en primavera visitaban la ciudad. Nunca olvidaré aquella mirada inquisitorial que Rafael me dirigió cuando entré por primera vez en la taberna. Al cabo de un mes, me confesó lo que para adentro pensó de mí : “menudo prenda acaba de entrar en la taberna “. Recordando, no paro de reír, y creo que yo hubiese pensado igual, pues mi atuendo, mi facha no era la del cliente que un tabernero desea. Una larga melena, cinta de cuero en la cabeza, al más puro estilo hippie y un tanto desaliñado, algo que casaba con el perfil de un delincuente, de un chorro, como dicen mis amigos de Argentina.
Aquella taberna fue nuestro punto de reunión, de encuentro, el de un grupo de idealistas que mezclaban la canción “protesta” con la música de la tierra, la nuestra. Allí fue donde Rafael borró aquel juicio de valor que en primera instancia hizo, aquella impresión errada, guiado sólo por lo que muestra la apariencia. Todavía hoy, cuando coincido con Avelino, mi hermano del alma, al recordar, no podemos evitar la carcajada.
Rafael se convirtió en el padre que nunca tuve, en cómplice de aquellos locos que tenían todo el tiempo del mundo, desarrapados o descamisados que en la ingenuidad que da la juventud pretendían cambiar los esquemas, sin saber que nuestra lucha fue en vano, que sólo fue cambiarle el collar a un perro.
La intuición no es una ciencia exacta, pues caben todas las opciones. Juzgar por la apariencia es asentar un dogma de lo que no es otra cosa que caer en el error.
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