Habrían de venir los momentos, los días y los años que nos faltaron, aquellos que fueron en su momento dignos acreedores al desahucio, al repudio.
Y es que, pensar que lo tenemos todo puede ser el mayor error. Conceder bula a lo fácil, a lo cómodo, es renegar del futuro, asimilar que el mundo es pequeño, cerrar los ojos a paraísos, adorar, en definitiva la conformidad.
Aquel hombrecillo, menudo y escaso en carnes, de acusados rasgos asiáticos, era capaz de dejarme boquiabierto, cuando, como si de una letanía interminable se tratara, me regalaba todo un Tratado de la vida.
Conoció la escasez, la hambruna de los destinatarios de su fe, provocada por la intolerancia y crueldad de los jemeres rojos, con su estandarte y consignas de sangre. Si no te mataban ellos, lo hacía la selva, con toda clase de pruebas adversas.
Es la única vez que llegué a entender la empatía con el entorno, pues Manuel, andaluz de nacimiento pasó sesenta y cinco años en la otra punta del mundo, y aparte de absorber su cultura, sus costumbres, dejó de ser caucásico para convertirse en oriental. Sesenta y cinco años dan para rasgar los ojos, encoger sin necesidad de centrifugado, y un dialecto a prueba de nativo.
Tras dos horas sin animarme a interrumpirle dio paso al silencio, con la mirada fija en un cigarrillo que sostenía entre sus temblorosos dedos.
— Sólo fuí lo que Dios quiso, me dijo. Una herramienta allí donde se necesitaba, un eslabón mas de la cadena que sitúa a cada uno en su sitio, tuve la suerte de no morir en el intento.
Habría que retroceder a sus años de juventud, porque, según contaban los últimos viejos que le conocieron, no pudo superar la muerte de Antonia, su único amor, aunque ese recuerdo lo tuviera preso en la cárcel de sus secretos.
No sé si la peste sigue en el ranking, por tantas muertes causadas, como digno jinete del Apocalipsis, pero a ella la mató el cáncer, el quinto jinete. Tampoco había fármacos, y de haberlos, sólo hubiesen prolongado su agonía.
Manuel sólo tuvo dos caminos. Una muerte por empatía o un alejarse del entorno que avivaba el fuego de su dolor. Eligió lo segundo, combatir el dolor ajeno, sin tener como consigna al Dios de la Teología, consciente de que Dios son hechos, muy por encima de elucubraciones y unas más que increíbles profecías.
Rechazó una tras otra homenajes, reconocimientos, y todo aquello que significara rendirle en modo alguno una mínima cortesía.
Creo, sin lugar a dudas que Manuel puso en la balanza una muerte dolorosa, pesando más cuanto hizo por salvar miles de vidas, todo ello, como diría mi admirado Sabina, sin “un Dios triste y envidioso”.
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