Tenía pensado continuar con el enrevesado y desconocido mundo de la locura, o como le llaman ahora, de los trastornos de la mente, aunque yo prefiero locura a trastorno, viejo a anciano, y, cómo no, amor a enamoramiento, pero la fecha era propicia y el día me lo sirvió en bandeja.
Si algo detesté siempre es que el consumismo interesado me recuerde el amor a un padre, a una madre y como ahora, a una mujer. Uno puede amar a deshoras, en el día, en la noche, en la madrugada, pero nadie se siente más querido por recibir un detalle cuando el calendario te avisa, al menos, en mi caso, porque me niego a ser parte del redil de la globalidad.
Mi amigo Firus es idéntico en ese concepto de amar. Sólo se enamoró dos veces en su vida. La primera fue con 15 años, ese amor imposible de juventud, donde las circunstancias y la realidad mandan, por encima de todo sentimiento. Y como cualquier primer amor es frustrado, doloroso, porque significa desaparecer para siempre. Cuando contaba 25 años se casó, por el sacramento que la Iglesia llama indisoluble, pero según me confesó, no lo hizo enamorado. Con el paso de los años llegó a sentirse una máquina, un bien de producción, como ocurre en la mayoría de parejas, unos hijos y las obligaciones inherentes a ese estado, a esa elección. Tras el desencanto que sólo los años y un alejamiento en soledad producen, volvió a enamorarse en la otra soledad que te brinda lo virtual, donde la imagen de lo desconocido, idealizado, se apodera de toda opción real.
Llegó a confesarme que jamás quiso a nadie con tanta intensidad, sin un solo roce, sin un solo beso, sin un solo abrazo. El amor fue estar al lado en la distancia, en las madrugadas, hablando de todo, del dolor y la enfermedad, del pasado, presente y futuro.
Firus no fue impulsivo, tal vez por la experiencia que dan los años, pero a punto estuvo de echarse la manta a la cabeza y abandonarlo todo por amor. La irresponsabilidad es propia de amores de juventud, y todos la pagaron con creces.
Firus siempre sostuvo que en el amor siempre una parte da más que la otra, porque nadie es un clon en sentimientos, ni en proyectos, ni siquiera en la medida de amar. Aceptar algo así, es el principio de la generosidad y de la compresión, por supuesto.
La globalidad, la mayoría, creemos en ese amor recíproco, donde si expresamos, si decimos, esperamos la respuesta, pero hay que ponerse en el lugar del otro, y sin exigir, dejar que la ocasión, el momento, muestren el amor que no se expresa de viva voz.
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