martes, 30 de enero de 2018

  Escribir una historia o reflexión en tercera persona puede parecernos el parapeto ideal para esconder nuestro pudor, y, porqué no, salvaguardar nuestra intimidad. Para quien no nos conoce, tal vez sea así. Pero ocurre que a veces es difícil esconder ese clon imaginario, pues las coincidencias siempre nos delatan. La vida de cada ser humano es un puzzle sin completar, piezas perdidas en el tiempo, las mismas que un día decidimos arrojar al vertedero del olvido, como queriendo partir de cero, olvidar el dolor que nos provocaron.
 No me considero lector de todo, no devoro páginas si la temática no me engancha. Soy selectivo y busco, sobre todo aquello que mueva mis escasas neuronas. Puedo perderme en una receta de cocina, en una aventura digna de Homero, o en la historia de un desconocido para el mundo pero muy cercano para mí.
 Nunca supe contar una historia en pocas, muy pocas palabras. Nunca tuve esa sensibilidad que sólo tienen las personas a las que desgarraron el alma, las que intentan decirte todo sin que denuncies y pongas sobre la mesa su ultraje. Tampoco tuve el tacto especial para preguntar, para abrir la caja de los truenos, esa que todos guardamos en el desván.

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