viernes, 19 de enero de 2018

Ni son todos los que están, ni están todos los que son.

 Dejando atrás un episodio desagradable e inmerecido, pues no pretendo ser el foco de cuanto expongo, y al hilo de la salud, por ser el ámbito donde desarrollo mi trabajo, continúo con algo que siempre tuve pendiente: la salud mental.
 Es un tema o disciplina que siempre me apasionó, por lo que encierra de desconocido, de oscuro. Quienes me conocen saben que soy un observador de mi entorno, que paso horas escribiendo sobre actitudes, comportamientos y pautas de lo más cercano. Mi estadística no sirve, no sería válida para las tesis que sostienen las eminencias que se mueven en lo más recóndito de la mente.
 Cuando me incorporé al puesto que me asignaron por promoción interna, no supe hasta el último momento que se trataba de un ala de salud mental. Ya el primer día tuve la sensación de estar como gallina en corral ajeno, pues para alguien que venía de maternidad, resultaba todo un reto. Para mí, un psiquiatra o psicólogo eran lo más desconocido en salud. Si aquellos eran los profesionales, los responsables de recuperar los fallos en el control de calidad, los objetos defectuosos de una cadena de montaje, no quise ni imaginar cómo serían sus pacientes. He de confesar que en mi primer día no fui capaz de diferenciar entre pacientes y profesionales. A las 8 de la mañana, el inicio de turno, pasaron ante mi despacho cinco personas, cabizbajos y de un semblante serio. Ni un solo "buenos días" por parte de alguno. Supuse que se trataba de pacientes, pero no. Eran psiquiatras y psicólogos que se dirigían a sus respectivas consultas. En mis veinte días que duró mi paso por Salud Mental (afortunadamente), nunca vi gente más rara en mi vida.
 Un psiquiatra no ve a más de 5 pacientes en su jornada. Comparado con los 60-70 pacientes que ve un Médico de Atención Primaria, no deja de ser un agravio, pero las élites son las élites. El resultado del trabajo de un cirujano cardiovascular queda a la vista de todos, se puede medir, valorar y cuantificar. El trabajo de un psiquiatra es tan desconocido para el resto como los recovecos de la mente. Los resultados son a muy largo plazo y difícil de cuantificar.
 Personalmente, nunca he creído en estos profesionales, y como ortodoxo radical, creo más en el bisturí, soy más de ver que de fe, de práctica que la verborrea de la psiquis.
 Un paciente en Atención Primaria recibe su diagnóstico, y lo encaja en mayor o menor medida. "Su patología es gonartrosis" o "tiene usted un linfoma de Hodgking", por poner un ejemplo.
 Yo no imagino a un psiquiatra diciendo a su paciente, "Es usted un esquizofrénico paranoide con manías persecutorias" o "Es usted un sociópata compulsivo". Ocultan su diagnóstico, con ese tacto especial para con esas personas, evitan ese choque de trenes que supone que el paciente conozca la verdad. Como única terapia, un cóctel de antipsicóticos y la palmadita en la espalda en cada visita. "Vas muy bien". "Progresas adecuadamente". Todo menos herir la sensibilidad del paciente, enfrentarle a su cruda verdad, no sea que recaiga. ¿Y qué hay de la verdad en el diagnóstico de un carcinoma? "Tiene tres meses de vida". Si en ese diagnóstico no se tiene reparo alguno, ¿Porqué en la Salud Mental son tan prudentes?
 Desgraciadamente, los pacientes oncológicos mueren, aceptando con resignación su diagnóstico. El enfermo mental no muere de forma prematura pero es enfermo sin cura hasta su muerte.
 En este punto, recuerdo a mi abuelo cuando decía, "el gato tiene sentido en tanto existan los ratones". El esquizofrénico, el bipolar, el sociópata, etc. mueren sin un dictamen de curación. Síntomas atenuados por una medicación, pero enfermos de por vida.
 Hace 5 años recomendé a profesionales de la Salud Mental el mejor caldo de cultivo donde conviven las patologías de su disciplina. Sin ser profesionales de la disciplina, y a poco que observen podrán comprobar que "ni están todos los que son, ni son todos los que están".

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