lunes, 24 de agosto de 2015

Mate amargo



   Arturo no paraba de hablar, sentado a la mesa de una taberna del barrio de la Judería, en la Córdoba del embrujo, donde las noches son más cortas cuando, al rasgueo de una guitarra la luna evoca figuras de su pasado califal. Le conocimos ese mismo día, y su acento le delataba. Sus padres regentaban un hotel en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, y, cansados de sus continuos robos, pues era adicto a la cocaína, le enviaron a España, en la creencia de que aquí dejaría atrás tan nociva adicción. Algo consiguieron, pues nunca le vimos durante toda su estancia fumar un solo cigarrillo de coca, pero no despreciaba el vino de los excelentes pagos nuestros. No me resistía a las historias que nos contaba de su tierra, de la selva, del peligro que suponía tener "plata" (dinero), pues la vida allá valia el equivalente a un paquete de cigarrillos. Tuvimos la deferencia, entre vino y vino de cantarle Carnavalito, tema típico de la Quebrada de Humahuaca. Nunca olvidaremos aquellas lágrimas que brotaron al ver un charanguito de armadillo, las quenas y sikus que le recordaban su tierra. Nuestro amor por Latinoamérica venía de atrás, pero se acentuaba y enriquecía cada vez que en alguna actuación callejera y espontánea, ciudadanos del mundo se daban a conocer. Chilenos, argentinos, uruguayos, todo un abanico de nómadas que recalaban a este lado del charco.
   Tras una estancia que duró casi dos años, perdimos la pista de Arturo. Preguntamos a Rafaé, el de la taberna, a Juan Carlos, un argentino porteño que dejó atrás todo en las postrimerías de la dictadura militar para probar suerte en la hostelería. Solo su hermano nos dijo que se había marchado a Brasil, donde fue acogido en una comunidad mormona. Respiramos aliviados, por fin había sentado la cabeza y enderezaba su vida. Pero no fue así. Con el tiempo, fue su hermano también el que nos confirmó su muerte en un enfrentamiento con cocaleros.
   Todo lo que empieza tiene un final, y ley de vida es seguir el rumbo que cada uno se marca. Fueron años inolvidables, de camaradería y amistad que hoy perdura.
   Esa tecnología, de la que tanto reniego me permitió evocar nuevamente mi amor por Argentina, y aunque ha sido poco tiempo, he tenido la oportunidad de trasladarme en la imaginación a sus paisajes, sus ciudades, incluso a querer en la distancia. Tras 29 años de olvido, de creer que aquí nacemos y aquí moriremos, la experiencia personal, llena de desencanto y frustración me lleva a la afirmación de que la patria y el amor están allí donde se es feliz, que nada ni nadie puede retenernos cuando todo muere. Hoy los días son eternos y me invade una terrible sensación, y me llego a sentir extraño en mi tierra. Me falta la ilusión al preparar un viaje, pero necesito ver, respirar, salir de esta monotonía que lentamente me devora en una ansiedad sin fin. Qué ironía, que en este deseo de libertad no se me ocurra otra cosa que saborear un mate, un mate que hoy más que nunca me sabe amargo.

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