Desde siempre, las estaciones, tanto de bus como ferrocarril han ejercido gran influjo en mi desde la niñez. La primera visión que conservo es la de un tren con asientos de madera en sus vagones y cortinitas en sus ventanas. Tras el respaldo de los asientos, unos pequeños cuadros con fotografías de paisajes y monumentos, a modo de recordatorio de la geografía de este país. Me sirvieron para situar años después cada uno de ellos. El acueducto, en Segovia, la Alhambra, en Granada, etc. Pero sobre todo, identifico a las estaciones con el bullicio, como un hormiguero, en un trasiego constante, reflejo de vida, y a la vez, con la soledad, en el momento en que la luna intenta atravesar esa mezcla de niebla y humo, donde el silencio se hace patente, y hasta las manecillas de un enorme reloj son audibles.
Desaparece ese flasback, en tanto que la señorita me ofrece el billete. -¿lo desea con seguro?. Instintivamente respondo que sí, y, sin saber porqué, me viene el sonido de aquella canción de Pablo Milanés, "la vida no vale nada". Me río para mis adentros, porque la vida supone una moneda más de incremento del precio del billete.
En fin, me decanté por el bus, porque su salida era inmediata, y el tren, el de mis recuerdos salía dos horas más tarde. Buscando mi asiento, mi primer revés: me toca en la zona del pasillo. Dios..!!, no soporto renunciar al paisaje y opto por sentarme junto a la ventanilla. Al poco rato, sube un oriental, chino, para ser más exacto, buscando su asiento. Uff...respiré tranquilo.Era mi acompañante, y por un momento me dispuse a cederle el usurpado, pero no, muy educadamente me dijo, -buenos días, señol, y se sentó. No esperaba una conversación amena, pues sabida es la introversión de esta comunidad, y así fue, porque se pasó cinco horas durmiento en su butaca, sin inmutarse, como una momia egipcia.
Entre paisajes de verdor unas veces, y de secano otras, fui desgranando recuerdos, haciendo mías cada una de las casitas que atras quedaban, cada regadío de maíz o algodón. Me dió tiempo a un microsueño antes de llegar a mi destino, el Madrid del ruido, el Madrid de las oportunidades que decían por los 70. Un frenazo suave, y casi en seco me despertó. Llegué por fin. Cansado y un poco zombie bajé los escalones del bus, desorientado y buscando la salida a toda prisa, para dirigirme a la gran estación, donde el tren, pues ese era el punto de encuentro. Una vez en la salida, agarré el primer taxi, huyendo del calor infernal. -A la Puerta de Atocha, por favor. El taxista, buscaba algo, miraba arriba, abajo, en la guantera. Yo miraba el taxímetro, que puso en marcha nada más subir. Me incomodé algo, porque no sabía qué buscaba. Por fín, encontró la llave de contacto, electrónica, a modo de tarjeta que aproximó a la unidad receptora. -Es por los inhibidores. -me dijo. -¿inhibidores?. -Sí, tenga en cuenta que salimos de una estación donde hay muchisima gente. - Bueno, si es por seguridad...-le respondí.
Tras pagar al taxista, caminé unos metros, situándome en lugar visible´. El ruído era infernal, taxis, vehiculos de toda clase, buses. En Madrid es imposible oir el tono del teléfono si te llaman, de ahí que todo el mundo vaya con el celular en la mano, pegado a la oreja.
Tuve tiempo de ver de todo, sin moverme de allí. Busconas profesionales, buscando una aventura fugaz y remunerada, y lo más triste y desgarrador, porque no tenían más allá de 15 o 16 años. Jovencitas que con mirada lasciva y sin hablar, esperaban lo mismo. Me alejé unos metros, para evitar me confundiesen con un posible cliente. Miraba una y otra vez el reloj, nervioso, y creo que llegaron a entender que no era lo que buscaban.
Estaba a punto de desistir, porque ella no aparecía. Empapado de sudor, por un sol implacable, giré, y en ese momento apareció ella.Una alegría inmensa se apoderó de mí, al tiempo que en recíprocos besos nos saludábamos. Una vez en la cafetería, le pregunté ansioso por su estancia en este continente entre sorbos de bebida isotónica para evitar una posible deshidratación. Se sentía feliz contándome y un profundo sentimiento de admiración se hizo patente en mi. Yo no entendía que, con solo 20 años acometiera esa odisea, sola, pero, tras cuatro horas de charla supe que quien decide sin temor no necesita aprender a volar, porque, de tal palo, tal astilla. Su madre, la mejor madre del mundo, en ese sexto sentido, entendió que no podía retener ni cortar las alas a la libertad, que viajar es ver, vivir y aprender, pero con la preocupación constante, que solo desaparece tras fundirse en un abrazo a su regreso..
Regresé cansado, pero feliz porque me sentí durante unas horas muy cerca de lo que me motiva, de la inspiración impagable , de ese oxígeno necesario y vital para seguir.
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