domingo, 5 de julio de 2015

Oscuridad


   Llovía con fuerza y una ventisca que rugía sin descanso golpeaba los cristales de aquella habitación, en un silencio casi sepulcral, con aquellos seres reunidos en torno a la mesa, orando en el deseo de cada uno para que las fuerzas desatadas de la naturaleza no les dejara sin luz. Aquella luz era humilde, sin ornamentos, el solo vidrio ennegrecido por los años, donde las moscas hacían reposo tras libar los restos de una escasa comida. Nadie quería abandonar la protección de aquella luz, porque la noche sería demasiado larga en la oscuridad, y, con los brazos cruzados cabeceaban , como esperando que el cansancio hiciera el efecto necesario, el cloroformo que les sumiera en el sopor. Mas que miedo, era terror. Un terror expresado en los ojos, cuando unos a otros se miraban sin decir nada.
   Y como si de una maldición se tratara, aquel viento irascible empujó con violencia aquella ventana destartalada, de carcomida  madera por el acoso de tantos inviernos. Un sobresalto generalizado los paralizó a todos en segundos. No llegaron a notar la lluvia en sus rostros, y todos miraban el balanceo de aquella luz que pendía del techo resquebrajado, amenazando en contínuos parpadeos. Aquel hombre de semblante serio y curtida piel se levantó y la cerró a duras penas, colocando un trapo para empapar el agua que por los goznes entraba. Unos débiles gemidos salían de dos niños de corta edad, y luego un llanto que en su monotonía se hacía insoportable. Tras unos minutos, la oscuridad más negra les envolvió, y un silencio total se hizo, interrumpido solo por el maléfico silbido de aquel viento enfurecido. Tras unos minutos que parecieron una eternidad, una luz mortecina, casi fantasmal delataba a los presentes con reflejos en sus desencajados rostros. Un olor casi familiar impregnó aquella habitación, en la que tan solo se oía el crepitar de la mecha de un candil, alimentado con un aceite añejo y degradado. Una anciana de plateados cabellos, envuelta en un raido camisón lo tomó entre sus manos, y como figura llegada del inframundo caminó unos pasos hasta la vieja cuadra reconvertida en dormitorio. Sobre un colchón de lino, relleno de envueltas secas de mazorcas colocó unas sábanas tan viejas como ella, rematando con unas mantas que recordaban a las que portaban en sus caballos los bandoleros de Sierra Morena. Luego, con el candil en la mano, regresó a la habitación, y sin abrir la boca invitó a los niños a que la siguieran. Al llegar a la cuadra los besó en la frente y se aseguró de que las mantas les taparan por igual. Al cabo de unos minutos, con solo un soplo la habitación pasó de la penumbra a las tinieblas.
   Al día siguiente, un sol resplandeciente lucía en las primeras horas. La vida y la luz se hicieron de nuevo, y aquella larga noche de insomnio y pesadilla sólo llegó a ser eso, un oscuro y eterno sueño.


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