miércoles, 10 de junio de 2015

Cartas a Isabel.- III



Celebrando la vida...


   Lo peor que puede pasarnos a quienes convivimos en nuestro trato diario con los enfermos o demandantes de salud, es que les veamos desde la cercanía, desde la familiaridad, de sentirlos como algo nuestro. Supongo que es opcional eso de implicarse, aunque personalmente no lo contemple como una opción, y más bien creo que es algo consustancial a cada tipo de persona. No soy mejor ni peor por ello, pero sí muy agradecido por ser y transmitir al mismo tiempo esa cercanía que durante años me permitió conocer un poco más a la que yo llamo "mi gente".

   Hace unos meses, Pepe consultó a su médico por un cansancio anormal, acompañado de una pérdida de peso progresiva, síntomas que le hicieron sospechar que algo no iba bien. Lorena, su compañera, quería salir de la incertidumbre que a partir de entonces le taladraba su cerebro como la gota de agua constante perfora en la tortura. Lorena es dicharachera, jovial, sin una pizca de pudor a la hora de contar lo que cualquiera callaría, pero no es la misma de siempre, y eso lo notamos todos.
   Tras las pruebas complementarias de rigor para llegar al diagnóstico se confirmó lo peor, y lo peor no era otra cosa que esa maldita orden genética de destrucción de células, esa plaga no bíblica, esa macabra ruleta que no distingue entre ricos y pobres, cristianos y ateos, buenos y rematadamente malos.

   El deterioro físico fue mostrándose implacable en medio de cócteles de fármacos y sesiones de radioterapia, hasta tal punto, que Lorena llegó a creer que le perdía. Pepe nunca fue "lanzado", impetuoso, pero siempre fue su nobleza el mejor de sus rasgos, y, en ese acomodo que da sentirse cuidado, protegido y mimado se dejó llevar. Y si cada uno puso de su parte, Lorena jamás desfalleció en su lucha y jamás se dio por vencida, que eso de echarse en brazos de la resignación no va con ella, que mientras haya una pizca de vida hay esperanza.

    Y así, en el continuo trajín de la rutina diaria, dejamos de ver a Pepe durante unos meses. Lorena acudía de forma esporádica al centro, pero ninguno de nosotros tuvimos la valentía de preguntarle, por lo que de violencia pudiera significar hacerlo, en esa duda a veces morbosa de esta nuestra especie, y porque se trata de algo tan suyo como  intimo.

   Hace dos semanas, y en una jornada tediosa como pocas, a punto de llegar al horario de cierre, quedamos gratamente sorprendidos. La auténtica Lorena, la de voluminosa voz, la de contagiosa risa y verbo espontáneo entraba del brazo de Pepe, como una novia que nuevamente recordaba aquel inolvidable día. Creo que algo adivinamos todos, algo muy agradable había sucedido, pero Lorena no paraba de dar besos a todo el personal del centro, y ansiosos esperábamos la buena nueva. Cuando ya se calmó, y casi sin respirar por la velocidad al hablar nos dijo que en la revisión, aquellas evidencias del linfoma habían desaparecido, que se encontraba limpio como una patena, y todo entre risas y llantos de alegría. Nos contó que, nada más salir de la consulta del oncólogo, y ya dentro del ascensor, se abalanzó al cuello de su marido, dándole (y transcribo textualmente) un beso "de tornillo". Ante la mirada atónita del resto de usuarios, y ya bajando, se disculpó diciéndoles a viva voz, -mi marido está limpioooo !!! .

    Siempre he dicho que la alegría debería ser contagiosa, y creo que ese día todos nos sentimos gratamente contagiados, donde la risa y el llanto se hermanaron en un mismo significado.




  

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