Aparecemos en la
tierra y nacemos de todo despojados, con la paradoja de que tras el dolor nos
convertimos en motivo de alegría cuando por primera vez respiramos. Somos
afortunados exteriorizando el gozo que supone la darwiniana continuación de la
especie, con toda suerte de estímulos que nos diferencian solo en algo del
resto de vida que nos fue dada en el principio de la creación, y aún así, en
ocasiones, nuestros congéneres del reino animal evidencian nuestra total falta
de sensibilidad, uno más de los rasgos que se engloban en ese todo al que
llamamos humanidad, en esa acepción que habla del sentimiento.
Alcanzamos a
diferenciar las emociones, vivimos y nos movemos con ellas, y nuestra expresión
corporal, ese otro lenguaje privado de palabras siempre es entendido a primera
vista, a modo de emoticones imposibles de esconder. Sufrimiento y alegría van siempre de la mano, situados en los platos
de una balanza imaginaria que pugnan por la equidad o, cuando menos, por una
aceptable proporción.
Casi todo nuestro
sufrimiento es provocado por nosotros, desde el momento en que nos marcamos
unos objetivos, la razón, en parte de nuestra existencia. El error está cuando
nos sentimos atraídos por ese materialismo que compone nuestro ego periférico,
asociándolo a cuanto nos rodea y con lo que convivimos, familia, relaciones,
amistades, profesion, propiedades, se convierten en circunstancias que escapan
a nuestro control, alejadas de nuestro eje, susceptibles de quedarse en
proyectos, de no cumplirse las expectativas que nos marcamos. Nace así el
sufrimiento.
Nos resulta difícil
vivir sin esos objetivos, por otra parte, lícitos, capaces de contribuir a
nuestro desarrollo, pero son sin duda los ángeles guardianes que fiscalizan
toda nuestra existencia. Es razonable pues servirnos de los objetivos, usando y
rehusando, pero nunca abusando, pues el sufrimiento es del todo inútil, ante la
lógica imposibilidad, no ya de conseguir, sino de acometer o intentar. Abusar
es vivir el cómputo de los años con la obsesión de la consecución, y si en el
camino perdemos los motivos vitales, los estímulos necesarios, adios vitalidad,
adios alegría, todo ello sin que, necesariamente seamos culpables de la
circunstancia. Pero pretender extender a la mayoría vivir como Diógenes tampoco
es el ejemplo a seguir. Se trata pues de establecer el equilibrio necesario, de
abarcar lo que apretamos, de valorar lo realmente importante entre tantos
objetivos y alimentar con la motivación necesaria cada uno de esos días del
calendario, porque entre ellos hay uno que nos recordará nuestro esfuerzo, que
mereció la pena vivir entre tantas razones que aparecieron ante nuestros ojos,
sin olvidar nunca que vinimos sin nada, y sin nada nos iremos.
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