miércoles, 26 de noviembre de 2014

ELEGIR EN LA VIDA...












   Despertó de su catarsis, en noche de lluvia torrencial, sentado a la mesa con un bolígrafo barato, y en una cuartilla de papel trazaba el organigrama de lo que había sido su vida hasta ahora. Estaba demasiado acostumbrado a los esquemas, a los resúmenes, a macros, donde lo importante siempre eran los objetivos. Pasó media vida sumando, restando, contando el dinero que nunca fue suyo, cuadrando el saldo de caja, como todos los días, y a la misma hora. En su círculo de amigos era conocido como banquero, apodo que le daban con cierta sorna,  lo que expandía su ego, que, junto al narcisismo que siempre le caracterizó hacían que se sintiese un elegido, alguien con carisma, diferente al resto en la barra de aquél bar mugriento de barrio, donde las cucarachas correteaban por los vasos.

   Los amigos hacían verdaderos esfuerzos haciéndole ver la diferencia entre banquero y bancario, pero era inútil. Veinticinco años haciendo lo mismo le hicieron creer que formaba parte de la élite, que su puesto como cajero no peligraba, sintiéndose imprescindible, casi el tuerto en el reino de los ciegos.

   Esas manos hábiles contando el dinero ajeno ahora se volvieron temblorosas, y a duras penas podía sostener medio vaso de whisky escocés, sobrante de la pasada navidad, pues era de alternar poco, de una exagerada austeridad en eso de la vida social en casa, parco hasta en palabras. Su flujograma no hacía mención a los años de estrechez y privación elegidos en pos de un ahorro que le obsesionaba, tampoco a su vida en el ámbito familiar, donde su esposa dejó de serlo en el más amplio sentido de la palabra, para convertirse en una sirvienta, con las obligaciones propias de quien también se vió abocada a una rutina asumida con resignación. De nada sirvieron los consejos de sus dos hijos para que desconectara y diera un giro a su vida, con aquella autocaravana que siempre soñó y recorrer la geografía del país. Nada le impedía realizar aquél sueño, pues sus hijos llevaban tiempo trabajando, sin ser el lastre que a toda familia agobia. Su esquema sólo contemplaba cifras de lo que percibiría tras su anticipada jubilación, y sin salir de ese círculo vicioso cotejaba ingresos con gastos. Se dirigió a la cocina en busca del calmante que aplacara aquellas molestias gástricas que sufría de meses atrás, y se dispuso a ver su programa favorito acomodado en su sillón preferido, esperando que el fármaco hiciese el resto. Su esposa, en un gesto de compasión le miró y sólo acertó a darle un beso de buenas noches, para enfilar el pasillo que conducía hasta el dormitorio.

   Al día siguiente, tras su café y lectura obligada del diario local, y tras sentirse nuevamente indispuesto, subió a su casa y se acomodó en su sillón, esperando pasara el malestar. Junto al mando a distancia del televisor había un sobre que su esposa recogió del buzón el día anterior, y ocultado a propósito. El remitente era el Servicio de análisis clínicos del hospital. Su obsesión  no era la glucosa ni las transaminasas, sino los marcadores tumorales. Nada más abrir el sobre, y de forma compulsiva buscó el apartado donde se reflejaba la cifra. Quedó perplejo, casi ido, al comprobar que los valores superaban el rango establecido como normal.

   Los días siguientes fueron un peregrinar constante, con nuevas analíticas, pruebas funcionales y la obligada visita al especialista en la disciplina digestiva, todo ello con una alarmante pérdida progresiva de peso, acompañada de vómitos cada vez que ingería alimento.  Fue propuesto para operatoria  por vía de urgencia, aunque el equipo de cirujanos, a juzgar por los datos recopilados sabían de antemano lo que iban a encontrar. No erraron en su previsión, comprobando la metástasis, con origen en el colon. Ante una operatoria imposible, el equipo decidió cerrar nuevamente, dado el escaso o nulo porcentaje de éxito. No pasaron dos meses, el tiempo necesario para despedirse de los suyos. Es ese día que la enfermedad regala, donde una excepcional mejoría puede inducir a creer que todo irá bien, es esa última cena con los manjares exóticos que el carcelero ofrece al reo, intentando salvaguardar su conciencia.


    Son muchos y variados los juicios de valor que pueden hacerse de esta historia, demasiado real, y, por desgracia muy frecuente. No me pertenece a mí juzgar actitudes,  modos de vida, etc. Lo único que puedo decir es que hizo lo que quiso y le dejaron hacer. Juzgar desde la platea, de los que tenemos la suerte de leer esto es demasiado fácil, sobre todo, cuando el que se fue no puede defenderse.

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