Despertó de su
catarsis, en noche de lluvia torrencial, sentado a la mesa con un bolígrafo
barato, y en una cuartilla de papel trazaba el organigrama de lo que había sido
su vida hasta ahora. Estaba demasiado acostumbrado a los esquemas, a los resúmenes,
a macros, donde lo importante siempre eran los objetivos. Pasó media vida
sumando, restando, contando el dinero que nunca fue suyo, cuadrando el saldo de
caja, como todos los días, y a la misma hora. En su círculo de amigos era
conocido como banquero, apodo que le daban con cierta sorna, lo que expandía su ego, que, junto al
narcisismo que siempre le caracterizó hacían que se sintiese un elegido,
alguien con carisma, diferente al resto en la barra de aquél bar mugriento de
barrio, donde las cucarachas correteaban por los vasos.
Los amigos hacían
verdaderos esfuerzos haciéndole ver la diferencia entre banquero y bancario,
pero era inútil. Veinticinco años haciendo lo mismo le hicieron creer que
formaba parte de la élite, que su puesto como cajero no peligraba, sintiéndose
imprescindible, casi el tuerto en el reino de los ciegos.
Esas manos hábiles
contando el dinero ajeno ahora se volvieron temblorosas, y a duras penas podía
sostener medio vaso de whisky escocés, sobrante de la pasada navidad, pues era
de alternar poco, de una exagerada austeridad en eso de la vida social en casa,
parco hasta en palabras. Su flujograma no hacía mención a los años de estrechez
y privación elegidos en pos de un ahorro que le obsesionaba, tampoco a su vida
en el ámbito familiar, donde su esposa dejó de serlo en el más amplio sentido
de la palabra, para convertirse en una sirvienta, con las obligaciones propias
de quien también se vió abocada a una rutina asumida con resignación. De nada
sirvieron los consejos de sus dos hijos para que desconectara y diera un giro a
su vida, con aquella autocaravana que siempre soñó y recorrer la geografía del
país. Nada le impedía realizar aquél sueño, pues sus hijos llevaban tiempo
trabajando, sin ser el lastre que a toda familia agobia. Su esquema sólo
contemplaba cifras de lo que percibiría tras su anticipada jubilación, y sin
salir de ese círculo vicioso cotejaba ingresos con gastos. Se dirigió a la
cocina en busca del calmante que aplacara aquellas molestias gástricas que sufría
de meses atrás, y se dispuso a ver su programa favorito acomodado en su sillón
preferido, esperando que el fármaco hiciese el resto. Su esposa, en un gesto de
compasión le miró y sólo acertó a darle un beso de buenas noches, para enfilar
el pasillo que conducía hasta el dormitorio.
Al día siguiente,
tras su café y lectura obligada del diario local, y tras sentirse nuevamente
indispuesto, subió a su casa y se acomodó en su sillón, esperando pasara el
malestar. Junto al mando a distancia del televisor había un sobre que su esposa
recogió del buzón el día anterior, y ocultado a propósito. El remitente era el
Servicio de análisis clínicos del hospital. Su obsesión no era la glucosa ni las transaminasas, sino
los marcadores tumorales. Nada más abrir el sobre, y de forma compulsiva buscó
el apartado donde se reflejaba la cifra. Quedó perplejo, casi ido, al comprobar
que los valores superaban el rango establecido como normal.
Los días siguientes
fueron un peregrinar constante, con nuevas analíticas, pruebas funcionales y la
obligada visita al especialista en la disciplina digestiva, todo ello con una
alarmante pérdida progresiva de peso, acompañada de vómitos cada vez que
ingería alimento. Fue propuesto para
operatoria por vía de urgencia, aunque
el equipo de cirujanos, a juzgar por los datos recopilados sabían de antemano
lo que iban a encontrar. No erraron en su previsión, comprobando la metástasis,
con origen en el colon. Ante una operatoria imposible, el equipo decidió cerrar
nuevamente, dado el escaso o nulo porcentaje de éxito. No pasaron dos meses, el
tiempo necesario para despedirse de los suyos. Es ese día que la enfermedad
regala, donde una excepcional mejoría puede inducir a creer que todo irá bien,
es esa última cena con los manjares exóticos que el carcelero ofrece al reo,
intentando salvaguardar su conciencia.
Son muchos y
variados los juicios de valor que pueden hacerse de esta historia, demasiado
real, y, por desgracia muy frecuente. No me pertenece a mí juzgar actitudes, modos de vida, etc. Lo único que puedo decir
es que hizo lo que quiso y le dejaron hacer. Juzgar desde la platea, de los que
tenemos la suerte de leer esto es demasiado fácil, sobre todo, cuando el que se
fue no puede defenderse.
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