En verdad era difícil conciliar el sueño en
aquellas gélidas noches donde se hacía largo amanecer, donde el vaho colectivo
formaba una densa niebla tras un mensaje de buenas noches, y el silencio sólo
era interrumpido por una marcha uniforme de pies cansados, como reos en fila
india, tras una jornada de trabajo casi forzado.
Casi trescientas
almas unidas durante el día, pero tras el obligatorio silencio, como ganado
hecho a la costumbre recalaban en sus dormideros. Allí terminaba la disciplina
y el sometimiento diurno, allí comenzaba la libertad individual, lejos de
silbatos, de apercibimientos y toda suerte de protocolos y normas, como el más
que merecido descanso para el esclavo de plantaciones sureñas. Aunque todo era
compartido, entendí la reticencia y desconfianza de cada uno de ellos, porque, a
fin de cuentas yo era otro más, otro preso de la nostalgia de mi libertad,
aquella que me hizo madurar antes de tiempo, aquella que destrozó mil razones
para vivir, pero, libertad al fin y al cabo.
Mis sueños siempre
fueron en blanco y negro, porque el color era patrimonio de la alegría, de
aquellos sobrados de cuanto la vida ofrece, los que lavaban sus conciencias
bajo la amenaza de la excomunión, los modélicos y honrados ciudadanos que veían
en nosotros los hombres de provecho del futuro, por ser esos renglones torcidos
de Dios, los eternos errantes de la diáspora. Mi imaginación era interrumpida
por cualquier ruido, chasquido, en esa obligada vigilia donde el deseo lucha
con la realidad. Hacía lo imposible para que la imaginación hiciese trasbordo
al tren de los sueños, a ese estado donde la felicidad borra lo trágico y te
sitúa como figura estelar de lo que siempre imaginé. Pero soñamos siempre lo
que nuestro cerebro decide, e imaginamos lo que nunca pudimos soñar. En cierto
modo, llegué a creer que no teníamos derecho a soñar, que hacerlo suponía
transgredir aquello a lo que fuimos destinados, y en mi temor nunca conté a
nadie mis sueños.
Pasaron los años, y
noté que todo cambia, que todo va acorde a situaciones puntuales, y, por
supuesto, también los sueños dejaron de ser primitivos, que aquél amor
idealizado nada tenía que ver con lo que la realidad cruda muestra, que el aura
sólo existe en la poesía, que somos carne y hueso, llenos de condicionantes que
fustigan el ansia de vivir.
A decir verdad, mis
sueños no me traicionaron, antes al contrario, me fueron modelando como las
hábiles manos de un alfarero sin prisa, con sequedades que resquebrajaron el
alma, pero con agua que borró los arañazos de la vida. Hoy, en esa libertad que
antaño me fue negada sigo siendo dueño de mis sueños, la única motivación para
un solo deseo. Sólo somos poseemos eso, nuestros sueños.
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