Ahora, cuando mi
memoria hace recuento, reconozco que un poco voy “por libre” en el camino. La
vida sola te muestra y moldea el pensamiento a tenor de lo vivido y soportado.
Aunque sólo era una
semana se me hacía eterna, de obligado espectador contemplando vírgenes,
prendimientos y crucificados con tronos de exquisito arte y mejores acabados.
Había algo que no encajaba del todo en aquella visión forzada, de aquella
puesta en escena que no escatimaba en derroche, en contraste con esa otra
realidad que yo vivía. La opulencia caminaba tras el palio con finas telas, con
el lujo de quien puede comprar su particular penitencia, dejando para los
pobres unos pies sangrantes en forma de promesa atada con cadenas.
Me era complicado también,
que sin fallar un solo día aquél hombre ataviado con casulla y estola, cada
sábado y a las siete de la mañana celebrara misa en una capilla vacía. ¿ Tal
vez expiaba sus pecados en forma de maltrato?.
Yo tampoco tuve la
culpa de leer, allá por el año 1973 algo que hablaba de liberación, de un
movimiento teológico dentro de la misma Iglesia, tras el Concilio Vaticano II,
que chocaba frontalmente con la tradición de siglos, pues socavaba los pilares
del más importante estamento eclesiástico. Sólo sé que vi otra Iglesia, la que
se acercaba y hacía partícipes a los pobres. Aunque nació en Colombia se forjó
en Brasil, en las favelas, de la mano de monseñor Helder Cámara, Leonardo Boff,
Jon Sobrino y tantos otros que contribuyeron a mostrar los más dignos
representantes de esa Iglesia olvidada, la de los desfavorecidos, porque hasta
entonces, la pobreza era utilizada para infundir el temor a Dios, porque,
desgraciadamente, los pobres siempre son mayoría aunque para nada cuenten ni
sean dignos de misericordia para una Iglesia elitista. Que un obispo de la más
importante diócesis de Brasil renunciara al palacio arzobispal para confundirse
en las favelas era dejar en evidencia unos rancios modos y formas.
A partir de ahí
nunca dejé de preguntarme, ¿ qué clase de Dios consiente que una imagen tallada
por el mejor imaginero, pero una imagen al fin y al cabo tenga en su manto la
opulencia en forma de nobles metales y piedras preciosas? El Dios en el que yo creo se escandaliza de
ver que la salvación se compra con la riqueza. El Dios en el que creo no tolera
tradiciones que sostengan y aumenten las diferencias en el hombre. El Dios en
el que creo prefiere a las puertas de un iglesia alimentos y toda clase de
bienes que aminoren tanta carencia.
Biennaventurados
los pobres, sí, pero, a ser posible, sin pasar hambre en la Tierra …
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