martes, 2 de septiembre de 2014

EL LABERINTO DE MI FE

   Ahora, cuando mi memoria hace recuento, reconozco que un poco voy “por libre” en el camino. La vida sola te muestra y moldea el pensamiento a tenor de lo vivido y soportado.

   Aunque sólo era una semana se me hacía eterna, de obligado espectador contemplando vírgenes, prendimientos y crucificados con tronos de exquisito arte y mejores acabados. Había algo que no encajaba del todo en aquella visión forzada, de aquella puesta en escena que no escatimaba en derroche, en contraste con esa otra realidad que yo vivía. La opulencia caminaba tras el palio con finas telas, con el lujo de quien puede comprar su particular penitencia, dejando para los pobres unos pies sangrantes en forma de promesa atada con cadenas.

   Me era complicado también, que sin fallar un solo día aquél hombre ataviado con casulla y estola, cada sábado y a las siete de la mañana celebrara misa en una capilla vacía. ¿ Tal vez expiaba sus pecados en forma de maltrato?.  

   Yo tampoco tuve la culpa de leer, allá por el año 1973 algo que hablaba de liberación, de un movimiento teológico dentro de la misma Iglesia, tras el Concilio Vaticano II, que chocaba frontalmente con la tradición de siglos, pues socavaba los pilares del más importante estamento eclesiástico. Sólo sé que vi otra Iglesia, la que se acercaba y hacía partícipes a los pobres. Aunque nació en Colombia se forjó en Brasil, en las favelas, de la mano de monseñor Helder Cámara, Leonardo Boff, Jon Sobrino y tantos otros que contribuyeron a mostrar los más dignos representantes de esa Iglesia olvidada, la de los desfavorecidos, porque hasta entonces, la pobreza era utilizada para infundir el temor a Dios, porque, desgraciadamente, los pobres siempre son mayoría aunque para nada cuenten ni sean dignos de misericordia para una Iglesia elitista. Que un obispo de la más importante diócesis de Brasil renunciara al palacio arzobispal para confundirse en las favelas era dejar en evidencia unos rancios modos y formas.

   A partir de ahí nunca dejé de preguntarme, ¿ qué clase de Dios consiente que una imagen tallada por el mejor imaginero, pero una imagen al fin y al cabo tenga en su manto la opulencia en forma de nobles metales y piedras preciosas?  El Dios en el que yo creo se escandaliza de ver que la salvación se compra con la riqueza. El Dios en el que creo no tolera tradiciones que sostengan y aumenten las diferencias en el hombre. El Dios en el que creo prefiere a las puertas de un iglesia alimentos y toda clase de bienes que aminoren tanta carencia.


   Biennaventurados los pobres, sí, pero, a ser posible, sin pasar hambre en la Tierra

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