viernes, 15 de agosto de 2014

QUE NUNCA SEA TARDE…

Desconocía que Robin Williams, ese gran actor que recien nos abandonó sufriese de trastorno bipolar. Con demasiada frecuencia, asociamos y conocemos muchas patologías a través de ellos, de los famosos, de los importantes en todas las facetas de las que nos nutrimos, y que, paradójicamente, contribuyen a equilibrar la mayor parte de las 24 horas de un día. Pero, ¿conocemos realmente el desencadenante de la patología como tal?
  
   Como no soy ningún experto en salud mental, y reconociendo de antemano que me inquieta hasta el extremo el tema, recurro a bibliografía médica, y como un mero observador, repito, inquieto, sólo trato de vislumbrar algo de luz en ese largo y tenebroso túnel en el que hay atrapados demasiados humanos. Conociendo algo y extrapolándolo a nuestro entorno seremos capaces de establecer coincidencias, que, si bien no llegan a un diagnóstico certero, pues únicamente los especialistas pueden establecerlo, sí nos ayudarán a ver con algo más de claridad su desarrollo.

   El término bipolar ya nos da una idea, pues nos muestra la definición de un estado y su opuesto, es decir, combina períodos de una cierta depresión y períodos de extrema felicidad o un estado irritable. Eso sería en el estado anímico, pero también se experimentan cambios bruscos en la actividad y energía del individuo. No es exclusivo de un género, sino que afecta por igual a hombres y mujeres, y, aunque se desconoce su causa, sí es cierto que se manifiesta con frecuencia en parientes de otras personas que ya lo padecen.

   Si bien no hay una causa clara para los episodios, sí hay factores que pueden desencadenarlos, como son el parto, ( muy común lo que conocemos por depresión post-parto), fármacos antidepresivos o esteroides, insomnio y consumo de drogas psicoactivas.

   Cabe la posibilidad de que más de uno piense y traslade a lo cotidiano las coincidencias, fijándolas en conocidos, familiares, etc. Vuelvo a repetir que el diagnóstico es competencia exclusiva de profesionales, pero el más común de los mortales es capaz de identificar y notar ciertas alteraciones o desarreglos que no pasan desapercibidos, con síntomas que van desde un acusado insomnio, dificultad a la hora de discernir o analizar, falta de control temperamental, e hiperactividad a la hora de consumir cierto tipo de fármacos, un deseo desmedido de relaciones sexuales de forma frívola y lasciva, un estado de ánimo irritado con pensamientos apresurados y episodios compulsivos con falsas creencias sobre sí mismo y un compromiso exagerado en ciertas “actividades”.

   Tras lo anterior, o fase maníaca, aparece la fase depresiva y que puede incluir algunos de estos síntomas: profunda tristeza o estado anímico bajo, con dificultad para la concentración y toma de decisiones, desórdenes alimentarios con estados de inapetencia o consumo exagerado de alimentos, fatiga y apatía que cursa con desesperanza y un cierto sentimiento de culpabilidad, así como un alejamiento progresivo de actividades otrora placenteras, amistades del círculo más cercano, baja autoestima e inclinaciones suicidas.

   Aunque en nuestro entorno diario podamos detectar alguno de estos síntomas en sus dos estadíos, no significa por ende que encajen en la patología bipolar, y ciertas coincidencias pueden deberse a situaciones puntuales de cada individuo. Solo cuando esos estados se prolongan y se vuelven como “normales” para quien los padece establecen un punto de alarma, o indicador de que algo no va bien. Algo parecido a lo que ocurre en una computadora cuando el sistema se vuelve inestable, acudiendo entonces a lo que conocemos por “punto de restauración del sistema”, cuando la ayuda se hace necesaria, evitando que degenere en algo más difícil de tratar.


   Siempre he sostenido que tras un comportamiento hay una historia o desencadenante, no ya del trastorno bipolar, sino de síntomas asociados a él, y en esos síntomas, todos podemos entrar puntualmente o reconocernos en aisladas ocasiones. Personalmente no creo que de un comportamiento considerado como “normal” se pase al extremo de forma súbita. Nadie se acuesta metódico y se levanta desordenado. Algo ocurre en un determinado momento de nuestra vida, quedándose como huésped y que condiciona en gran medida nuestro comportamiento diario, algo terrible que a veces guardamos con celo, como fieles guardianes de nuestro pudor, y que no comunicamos al entorno cercano, y menos aún al resto de actores que intervienen en nuestra personalísima película, bien sea para evitar el reproche o para evitar situaciones que puedan incomodarnos si el resto llega a identificar el suceso como algo inmoral o fuera de lo que la mayoría pueda considerar como dentro de la “normalidad”. No considerar la situación por quienes la detectan a tiempo sin establecer ese punto de restauración puede llegar a provocar  sucesos del todo imprevisibles, con toda una suerte de situaciones de angustia para el actor principal y sus secundarios más cercanos. No es remedio la palmadita en la espalda o “hacer el caldo gordo” a quien pueda encontrarse en uno de estos supuestos muy emparentados con el trastorno bipolar. Se impone la ayuda en los dos frentes, el de la medicina, con sus pautas y cuidados y el del no menos importantísimo entorno familiar, seguido también del círculo más cercano.


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