Desconocía que Robin Williams,
ese gran actor que recien nos abandonó sufriese de trastorno bipolar. Con
demasiada frecuencia, asociamos y conocemos muchas patologías a través de
ellos, de los famosos, de los importantes en todas las facetas de las que nos
nutrimos, y que, paradójicamente, contribuyen a equilibrar la mayor parte de
las 24 horas de un día. Pero, ¿conocemos realmente el desencadenante de la
patología como tal?
Como no soy ningún
experto en salud mental, y reconociendo de antemano que me inquieta hasta el
extremo el tema, recurro a bibliografía médica, y como un mero observador,
repito, inquieto, sólo trato de vislumbrar algo de luz en ese largo y tenebroso
túnel en el que hay atrapados demasiados humanos. Conociendo algo y
extrapolándolo a nuestro entorno seremos capaces de establecer coincidencias,
que, si bien no llegan a un diagnóstico certero, pues únicamente los
especialistas pueden establecerlo, sí nos ayudarán a ver con algo más de
claridad su desarrollo.
El término bipolar ya nos da una idea, pues
nos muestra la definición de un estado y su opuesto, es decir, combina períodos
de una cierta depresión y períodos de extrema felicidad o un estado irritable.
Eso sería en el estado anímico, pero también se experimentan cambios bruscos en
la actividad y energía del individuo. No es exclusivo de un género, sino que
afecta por igual a hombres y mujeres, y, aunque se desconoce su causa, sí es
cierto que se manifiesta con frecuencia en parientes de otras personas que ya
lo padecen.
Si bien no hay una
causa clara para los episodios, sí hay factores que pueden desencadenarlos,
como son el parto, ( muy común lo que conocemos por depresión post-parto),
fármacos antidepresivos o esteroides, insomnio y consumo de drogas
psicoactivas.
Cabe la posibilidad
de que más de uno piense y traslade a lo cotidiano las coincidencias,
fijándolas en conocidos, familiares, etc. Vuelvo a repetir que el diagnóstico
es competencia exclusiva de profesionales, pero el más común de los mortales es
capaz de identificar y notar ciertas alteraciones o desarreglos que no pasan
desapercibidos, con síntomas que van desde un acusado insomnio, dificultad a la
hora de discernir o analizar, falta de control temperamental, e hiperactividad
a la hora de consumir cierto tipo de fármacos, un deseo desmedido de relaciones
sexuales de forma frívola y lasciva, un estado de ánimo irritado con
pensamientos apresurados y episodios compulsivos con falsas creencias sobre sí
mismo y un compromiso exagerado en ciertas “actividades”.
Tras lo anterior, o
fase maníaca, aparece la fase depresiva y que puede incluir algunos de estos
síntomas: profunda tristeza o estado anímico bajo, con dificultad para la
concentración y toma de decisiones, desórdenes alimentarios con estados de
inapetencia o consumo exagerado de alimentos, fatiga y apatía que cursa con
desesperanza y un cierto sentimiento de culpabilidad, así como un alejamiento
progresivo de actividades otrora placenteras, amistades del círculo más
cercano, baja autoestima e inclinaciones suicidas.
Aunque en nuestro
entorno diario podamos detectar alguno de estos síntomas en sus dos estadíos,
no significa por ende que encajen en la patología bipolar, y ciertas
coincidencias pueden deberse a situaciones puntuales de cada individuo. Solo
cuando esos estados se prolongan y se vuelven como “normales” para quien los
padece establecen un punto de alarma, o indicador de que algo no va bien. Algo
parecido a lo que ocurre en una computadora cuando el sistema se vuelve inestable,
acudiendo entonces a lo que conocemos por “punto de restauración del sistema”,
cuando la ayuda se hace necesaria, evitando que degenere en algo más difícil de
tratar.
Siempre he
sostenido que tras un comportamiento hay una historia o desencadenante, no ya
del trastorno bipolar, sino de síntomas asociados a él, y en esos síntomas,
todos podemos entrar puntualmente o reconocernos en aisladas ocasiones.
Personalmente no creo que de un comportamiento considerado como “normal” se
pase al extremo de forma súbita. Nadie se acuesta metódico y se levanta
desordenado. Algo ocurre en un determinado momento de nuestra vida, quedándose
como huésped y que condiciona en gran medida nuestro comportamiento diario,
algo terrible que a veces guardamos con celo, como fieles guardianes de nuestro
pudor, y que no comunicamos al entorno cercano, y menos aún al resto de actores
que intervienen en nuestra personalísima película, bien sea para evitar el
reproche o para evitar situaciones que puedan incomodarnos si el resto llega a
identificar el suceso como algo inmoral o fuera de lo que la mayoría pueda
considerar como dentro de la “normalidad”. No considerar la situación por
quienes la detectan a tiempo sin establecer ese punto de restauración puede
llegar a provocar sucesos del todo
imprevisibles, con toda una suerte de situaciones de angustia para el actor
principal y sus secundarios más cercanos. No es remedio la palmadita en la
espalda o “hacer el caldo gordo” a quien pueda encontrarse en uno de estos
supuestos muy emparentados con el trastorno bipolar. Se impone la ayuda en los
dos frentes, el de la medicina, con sus pautas y cuidados y el del no menos
importantísimo entorno familiar, seguido también del círculo más cercano.
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