Transcurren los
años dejándonos llevar como veleros, divisando costas y doblando cabos de
tormentas permanentes, a veces como osados e intrépidos navegantes, sin la
ayuda de sextantes o astrolabios, con la falsa autosuficiencia de luchar contra
los elementos, de salir victoriosos de la galerna, con nuevas incursiones que
permitan abordajes. También emulamos a corsarios y piratas en su arrojo, aunque
en el fondo, sintamos que se acerca el naufragio, porque sin naves no somos
nada, porque miramos más a popa que a proa, con viento a favor, y unas velas
plegadas.
Cuando la bravura
merma, y nos abandona hasta la soberbia, abrimos el cofre de lo que ayer
creímos un tesoro. Cartas de navegación con rumbos marcados a conciencia, con
la tinta indeleble en pergaminos ocres y perfumados, fantasmas del pasado que
emergen de las profundidades de nuestro abismo, como un cuaderno de vitácora
que enumera en ordenada cronología nuestro errado rumbo.
Como cruz de caliza
que domina el acantilado, así contemplamos nuestros fracasos, observando los
restos esparcidos que un mar furioso devuelve a la orilla, meditando al amparo
del salitre que se mezcla con la brisa y un faro por testigo que en ráfagas
alumbra el interrogatorio de nuestra vida.
Es hora de volver,
reconstruir aparejos rotos, soltar amarras y perseguir el horizonte que se
confunde con los astros, atar al cabrestante la ilusión de quien zarpa
convencido de vencer al oleaje, en la última expedición, con el último
sotavento, pero seguros de alcanzar el destino que un día cualquiera marcara la
rosa de los vientos.
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