Cuando salí, tal
día como hoy de aquél recinto sin murallas, pero cerrado, supe que todo un
mundo me esperaba fuera, incluso fui contando kilómetros, recreándome en
sembrados de maiz y algodón en la extensa vega, interminable para un viajero
asombrado, casi como ese paleto que al cabo de treinta años ve por primera vez
el mar.
También el miedo me
atenazaba, por aquello de lo desconocido, de ese volver a empezar cuando nada
está a tu favor, cuando la vida nuevamente te pone a prueba con caras, lugares,
rincones que vi en esas postales de tonos sepia, con jardines centenarios y
sillares de caliza por angostas y empedradas calles. Solo tenemos un tiempo
donde paran reloj y calendario a la vez, porque como ilusos
creemos que todo el tiempo nos sobra, que ya habrá momento para planes, para
organizar nuestro desaliñado modelo de encarar un incierto futuro. Entonces no
entendí a Violeta cuando evocaba “vover a los diecisiete”, y sí su “mazúrquica
modérnica”, para no desentonar tal vez con las demandas sociales y todo el
gentío que reclamaba un cambio de rumbo.
Llegamos a creer
que nuestra lucha era dogma de fe, que quien no tomaba partido estaba
equivocado, pero quienes no se implicaban tenían otra edad, habían visto mucho más
que nosotros. Llegué a creer a Celaya, aceptando sin reparo también aquello de
“maldigo la poesía de quien no toma partido”.
Hoy tengo los años
de aquellos espectadores pasivos que no tomaron partido y para los que siempre
fuimos solo eso, unos ilusos utópicos con algo más de ocio que ellos.
También hoy les perdono aquella pasividad, al tiempo que
abandono a Celaya en toda poesía que tome partido, porque la poesía no
pertenece a colectivos partidistas, y porque de hacerlo, se convierte en un
simple panfleto. La poesía sí es un arma cargada de futuro, pero un arma que no
fomente odios ni rencores, sino que alcance al individuo de lleno en el
hemisferio de la razón.
Hoy, en el ecuador
de una historia, y a pesar de concluir la tendencia natural, la que te enseñan
desde el uso de razón “para cuando seas mayor”, no soy mejor ni peor, pero tengo derecho a
plantearme si mereció la pena. Sin renunciar a lo vivido, sí reconozco con
cierta amargura que aquella opción de libertad proclamada es la misma que niega
a nuestros hijos la educación, la sanidad y tantos derechos arrebatados en
nombre de aquél cambio. Ahora soy yo el espectador pasivo que dejó de creer en
capitanes intrépidos, en cantos de sirenas, esperando no sea tarde para
recuperar lo que dejé en el camino, desandando si hace falta el mismo.
Cedo pues mi
testigo a esa generación de los diecisiete, y no les doy el consejo que un día
no quise escuchar, sin adoctrinamiento, porque
será la propia experiencia quien les diga si escogieron lo correcto y humano en su
encrucijada de caminos.
( Me quedo con Violeta...y su musguito en la piedra...)
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