A Manuel García, El Espartero, se le atribuye la célebre
frase " Más cornás da el hambre". Su ambición, mezclada tal vez con
un toque de soberbia hizo que muriera en al acto entre las astas de un toro de
la respetada ganadería de Miura.
Al hilo de esto,
recuerdo las otras cornás, las que recibimos de amigos que creíamos como tal, y
cuántas veces prometemos y hasta juramos que no nos volverá a ocurrir. En el
lenguaje popular ese estado lo conocemos por "resaviao", dolido por
cualquier acto de crueldad cometido contra nosotros.
La crueldad es
gratuita, seña de identidad de alguien con la incapacidad de argumentar, de una
mínima explicación a su perfidia,
aunque, de cara al exterior manipule y haga lo posible por mantener su falsa
apariencia. Confucio también tuvo que sufrir decepciones de este tipo para
sentenciar ese aforismo tabú que pone algo de luz en el proceder de quien
ejerce un tipo determinado de crueldad.
Las “cornás”, en su
acepción de herir, no física, sino mentalmente son nuestro pan de cada día, el
atajo que se toma para romper todo vestigio de cualquier tipo de relación o
convivencia, cuando el capricho del azar y el morbo de lo promiscuo tiene ya
preparado otro rey en sustitución del que murió. Al igual que tras un atentado
terrorista las medidas se extreman, también nosotros nos cubrimos con defensas,
cota de malla en acero templado, aunque siempre lo hacemos “en caliente”,
cuando la “corná” es reciente. Afortunadamente, es el tiempo quien se encarga
de restañar las heridas provocadas en esa “larga cambiada” que es la vida.
Empiezo a entender
ahora a Juan Belmonte, más cercano en el tiempo que El Espartero. Juan Belmonte
equivocó su profesión, porque, aunque no la poseía le apasionaba la cultura. Lo
más granado de la intelectualidad de la época admiraba la profesión de
Belmonte, porque el torero era considerado “maestro”, a la vez que el torero
admiraba y aprendía en las tertulias de los cafés de la época. En sus
desplazamientos al coso siempre llevaba una maleta cargada de libros, no se
sabe si para impresionar o si, realmente leía cuanto la cultura publicaba. No
recuerdo bien si fue Ramón Del Valle Inclán, quien, en un gesto de halago hacia
el torero le dijo:- “maestro, para culminar ese arte, lo único que queda por
ver es que muera en la plaza”, a lo que Juan Belmonte contestó: -“ Se hará lo
que se pueda, se hará lo que se pueda”.
Pero Juan Belmonte
no murió en una plaza, sino en la soledad de su finca sevillana. Lo tenía todo,
pero le faltó lo que tanto admiró y deseó : cultura. Creo que fue el no
complacer a quienes admiraba lo que le indujo a tomar la fatal decisión. Si
hubiese muerto en la plaza entraría por la puerta grande en ese mundo vetado
para él. Y quien en toda su vida convivió con la frustración de no poseer lo
que le obsesionaba tomó el camino más fácil, pero única salida a la crueldad de
la propia vida.
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