Es algo patente y
constatable en la realidad cotidiana de un país. Cualquiera de nosotros puede
notarlo, ver que la desesperanza se instaló con nosotros como un residente casi
permanente e incómodo a la vez. La terrible situación económica, unido a la
falta de valores merma en demasía nuestra capacidad de raciocinio, apagando
toda luz de ilusión y futuro. Todo nuestro cuerpo, la máquina casi perfecta,
está preparado para un eventual desplome de nuestras emociones y sensaciones,
esas que circulan a gran velocidad por una intrincada red de autopistas neuronales,
y llegada la ocasión es capaz de liberar la dosis necesaria en forma de
pequeñas cadenas proteicas, las endorfinas, el opiáceo natural que producimos,
y hasta veinte veces más potente que cualquier analgésico de uso corriente. Son
las encargadas de mantener los niveles aceptables de la sensación de bienestar,
humor, calma, estimulación, así como el refuerzo de nuestro sistema
inmunitario.
Pero no todas las máquinas
responden igual, aún fabricadas siguiendo los estándares sujetos a una única
norma, por lo que las fallas necesitan corregirse, repararse, con una diagnosis
concienzuda y certera, garantizando así un correcto funcionamiento. De no
subsanarse estas carencias pasamos a un estado vulnerable, donde cualquier
emoción negativa, por pequeña que sea la magnificamos, aumentando su tamaño
como una enorme bola que rueda sin control en la pendiente.
Ante la ausencia de
inmunidad, aparecen los virus oportunistas, sabedores de que conquistarán cada
palmo del organismo en una clara falta de respuesta.
Trasladando esto a
nuestra realidad social, es fácil entender porqué tienen tanto éxito los medios
que ofertan todo tipo de logros en salud, trabajo, amor y cuantas carencias
ponen de manifiesto nuestra propensión a ser vulnerables. Siempre queremos que
nos digan aquello que queremos oir, y aquí aparece la figura oportunista en
forma de proselitismo.
Aunque suenan más
dos tipos de proselitismo (religioso y político), yo añadiría uno más: el social.
Todos cumplen la misión de captar adeptos para una causa o fin, y del ideario
de sus postulados depende en gran medida su peligrosidad. El religioso busca
extender un credo, capitalizar su pensamiento, lo cual puede medianamente
entenderse, ya que buscamos afinidades acordes a nuestras opciones. El problema
surje cuando esa captación es desviada para fines, religiosos también, pero con
una visión radical, extremista. El proselitismo político es una calcomanía del
anterior, y sirva como modelo negativo, por ejemplo, el adoctrinamiento masivo
de la juventud en Alemania, lo que dío lugar al triunfo del ideario del III
Reich, con las consecuencias por todos conocidas.
El social es el
menos llamativo, sin estruendo, y sí muy selectivo, con un perfil de posibles
adeptos muy localizado, e incide en personas con carencias sobre todo afectivas
y de soledad y es ahí donde el captador entra en acción, lanzando el mensaje de
la paz, armonía familiar, amor, amistad, conceptos todos en los que en más de
una ocasión hemos extrañado. En su fase inicial todos quedan prendados con el
mensaje que deseamos oir, y la relación se acrecienta hasta que dejamos de ver
un comunicador, convirtiéndole en líder, en guía espiritual de cuanto nos
atormenta. Este se convierte en peligroso cuando el sujeto no es capaz de
diferenciar realidad de mensaje, separar lo que dice otro semejante, de carne y
hueso, dejándose arrastrar por la hipnosis que el actor principal ejerce sobre él.
Si la misión fuese únicamente transmitir paz, sosiego, estabilidad emocional,
tiene su sentido, pues cumple una función digna de tener en cuenta, pero,
desgraciadamente, una vez captado y alienado el individuo no es capaz de
decidir por sí mismo. Aparecen entonces las normas de conducta que le impone el
líder, reprendiendo y anulando toda capacidad de decisión. La pregunta es, ¿qué
intereses persigue con la legión de captados el proselitista?
Dentro del
proselitismo social, y a tenor de mi corta experiencia en la red, está el
individual que busca a la colectividad. Si una de las formas de gobierno que
expone Platón es la timocracia, donde el gobernante solo busca reconocimiento,
notoriedad y status o posición, aquí aparece la figura de quien un día triunfó,
saboreó las mieles del éxito y a la vez descendió a los infiernos. No es el
triunfo pignoraticio en forma de emolumentos lo que les mueve, sino recuperar
su status perdido, el nivel de preeminencia sobre los demás. El perfil suele ser
de alguien con un marcado ego con gran dosis de envidia y narcisismo. No busca
la cultura que pueda aportarle su nutrido grupo de “amigos”, sino que los
utiliza para ascender a lo más alto, lo que le sitúe en la cúspide. Da igual
que los “conozca” de dos días. Si la ocasión se presenta, utilizará al “amigo”
más relacionado con el de arriba. Es su particular aparato de propaganda,
solicitar “amistad” de forma compulsiva hasta conseguir el ejército de fieles servidores
que cumplan la misión de intermediarios entre lo más alto, y bajo la apariencia
de una amistad, limitada a monosílabos en las aportaciones, llegar a la meta
que un día se propuso. Este proselitismo no es peligroso, porque, a lo sumo,
una vez descubiertas las intenciones, solo provoca sensación de engaño en quien
se vió utilizado, y, ante el más mínimo reproche a su actitud, todo queda
resuelto con un bloqueo permanente en toda regla. La calificación a este tipo
de comportamiento la dejo a criterio de cada uno, pero es muy probable que
todos hayamos sufrido algo parecido en carne propia, por lo que no tendrán
problema a la hora de emitir un juicio.
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