Es cierto que me
hizo reflexionar mi amigo Pablo, escudriñador, que, desde experiencias
personales intenta poner algo de orden en esto de las relaciones humanas.
No llevo días, sino
horas meditando, carcomiendo los laberintos neuronales que me atormentan casi
hasta terminar en ese estado ausente de la realidad. Miro al inmenso campo
sembrado, verde, el que me transporta a la niñez, a esa que solo yo viví, tan
diferente a la de quien ahora me increpa y fustiga.
Todo, para llegar a
la conclusión de que no sirvo para odiar, que la tecnología llegó para
compartir, para conocer, y, tal vez por un fallo de seguridad adquirir la
capacidad de valorar más allá de lo virtual. La máquina, el software, jamás se
equivoca, porque fueron concebidos para desatar todas las emociones, todos los
sentimientos, por ese poder de idealizar en la distancia. El fallo siempre es
del humano, incapaz de sopesar el riesgo, inútil a la hora de diferenciar
presente de futuro nuevamente virtual.
Pero sucede que no
hablamos con máquinas, sino con personas en la distancia. Comprendemos y
aceptamos lo que nos une, pero a la vez nos involucramos, sintiéndonos como
parte de su vida, experimentando las mismas sensaciones de dolor, las de la
rutina que componen las veinticuatro horas del día, llegando a formar parte de
ese todo que aceptamos por ese amor al prójimo, por ese hilo que nos conduce a
la felicidad, y aún más veces a la indiferencia y el desprecio, pero lo asumimos
con el riesgo del trapecista que se juega la vida sin red.
Tras las preguntas
al porqué se suceden las respuestas impregnadas de crueldad, pero fuimos
creados para soportarlo todo, para tragar y digerir lo más selecto de cuanto
exhala quien nos acusa, en un ejercicio constante de resistencia ante la
provocación de lo nunca razonado.
Hoy, tras robar el
sueño a mi conciencia, tras reñir con mi otro yo que me aconsejaba lo
contrario, reconozco sin rencor que no sirvo para odiar.
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