Me gusta hurgar en esos motivos que provocan el movimiento del planeta, no ya en su movimiento orbital, sino de quienes lo integran, la amalgama de rasgos, etnias, con el denominador común de ser humanos, de estar sujetos a impulsos, situaciones, opiniones con mezcla de sensaciones y emociones que conforman y moldean lo que somos cada uno. Podemos clonar la masa, la materia en forma de células que piramidalmente se multiplican y, terminado su vital ciclo, mueren.
Desde el primitivo eje con piezas circulares a modo de ruedas, hemos sido capaces de todo, hasta de sembrar el mal en forma de guerras, como macabro descaste al margen del libre albedrío que nos dieron, desafiando y bendiciendo nuestra soberbia al llamar creación a algo que ya estaba creado. Así pues, la capacidad de manipular el germanio en tecnología, como el uranio en energía, no es creación del hombre, porque ya iba integrado en el paquete ofertado en los días de la creación. Se nos confiaron los talentos para multiplicarlos y devolverlos con creces.
Pero toda gran empresa o proyecto necesita forzosamente del factor motivación, como esa biela enorme que hacía girar solidarios a todos los ejes de la locomotora. Sin carbón no había vapor, y sin vapor la biela no se mueve, o, dicho de otro modo, no hay reacción sin una colaboradora y necesaria acción. El hombre ha construido todo en múltiples variantes, comenzó la manipulación genética de la naturaleza, en animales, para terminar clonándose a sí mismo, motivado por el narcisismo de la perfección, de la consecución de todos los parámetros que el propio hombre define como la cima, conservando sólo los exigentes criterios de "calidad" fijados de antemano. Y en ese error de autodenominarse creador, se lamenta porque no puede controlar y manipular el rasgo que nos identifica al elegir entre el bien o el mal, amar y odiar, crueldad y compasión, llorar y reir, tristeza y alegría. Puede poner condicionantes en forma de fármacos, alienación programada y multitud de técnicas tendentes a la sumisión, pero sigue conservando las propiedades natas para eso que conocemos como sentimientos. Se garantiza la continuidad de la especie porque, si bien nos limitan en casi todo, seguimos teniendo la última palabra en eso de planificar un futuro, gracias precisamente a la no intromisión o contaminación de los sentimientos.
Sin abandonar los sentimientos, no sirve de nada amar a alguien que prefiere ser desconocido, quien se ampara entre el gentío negando toda motivación desde el inicio, como tampoco es posible amar con condiciones, tremendo error que condena irremediablemente al olvido, al simple recuerdo como anécdota de un sutil experimento. Tal vez fallamos en algo tan importante como la cultura del esfuerzo, de esa ayuda solidaria que de forma lógica se traduce en movimiento. No hay amor arrojando el reto en un tejado, como tampoco desde la efímera autosuficiencia, la que nos hace fuertes ante el resto, sabiendo de antemano que el derrumbe de la aparente fortaleza tal vez sea cuestión de días. Es absurdo y de necios creer que un jardín florece con la sola ayuda de la providencia, si faltan el agua, abono, y, cómo no, las manos que impulsan su crecimiento.
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