Siendo común y
frecuente, he de confesar que un poco me descoloca cuando oigo eso de…¿sabes
quién se ha divorciado? . Me aturde y deprime a la vez, porque el doloroso acto
de cualquier separación siempre es injusto. Treinta y cinco mil divorcios en
pocos meses son muchos para un país que tenía como uno de sus baluartes a la
familia, incluyéndola en el mismo modelo de Estado.
¿Vamos demasiado
deprisa tal vez por ese ritmo frenético que la tecnología y el consumismo nos
impone? . Creo que despreciamos las obligaciones inherentes a una relación,
huyendo del método, trivializando sin compasión aquello que debiera unirnos
más. Hemos aceptado la idea de que cualquier relación siempre tiene fecha de caducidad,
la primera, la segunda, la tercera…y las que vengan. Trivializamos porque hoy
negamos el roce y la complicidad sustituyéndolo por un Iphone de última
generación, que nos servirá a su vez como medio para establecer una red
piramidal de proscritas futuras relaciones.
Es difícil hasta
asumir el reto de darlo todo, porque, en esto del amor, aquí no se salva ni
Dios, a él también le asesinaron. El
amor siempre fue y será el enemigo acérrimo de la economía. Las parejas de por
vida no existen, salvo en determinadas especies animales, donde el vínculo es
tan estrecho que ante la muerte del compañero o compañera es fácil morir por la
tristeza, la negación de la vida, porque ya todo dejó de tener sentido. Si el
sustento no entra por la puerta, el amor siempre sale por la ventana. Les veo a
diario, los conozco, les ví felices cuando todo eran planes y un reparto
equitativo de invitados para un evento que no tenía más de tres meses de vida. El problema es que siempre nos dejamos llevar,
cayendo a conciencia en el autoengaño porque se trata de hacer felices a tus
padres y a los míos. La demoledora realidad que nos negamos a ver será la que
en decisión salomónica reparta, a veces sin equidad el poco material de un no
menos pobre amor.
Dejando atrás esa
juventud de proyectos, de castillos en el aire que se desvanecen con la primera
ventisca existe ese otro amor que en nuestra particular desesperación vemos que
llega tarde, ese que embadurna en exceso nuestra vanidad y ego, pero el más
puro tal vez, libre de prejuicios, pero con la experiencia de “venir de
vuelta”, el de la cabeza sobre los hombros, el que antepone lo práctico al
idealismo adolescente. Solo triunfa si en la primera experiencia concurren la
monotonía y la desafección, provocadas por el equivocado orden de prioridades,
cuando abandonamos lo que nos distingue como humanos, echándonos sin pudor en
los brazos de lo material, del status que nos diferencia del resto, cuando, en
un erróneo proceder creemos que solo el dinero nos da una determinada calidad
de vida. Es inútil el autoengaño, porque no existe calidad de vida sin ese amor
verdadero y necesario para compartir, ese que nos provoca el cosquilleo adolescente,
el mismo por el que una espera nunca es larga, ese amor que ninguno de nosotros
sabe cuándo aparecerá ante nuestra retina.
Solo el
amor altruista y de entrega mutua triunfa ante el amor de la apariencia, ese que
por desgracia…siempre tiene fecha de caducidad.
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