Asomar la osamenta
al mundo siempre fue de humanos, y la morbosa inquietud que nos incomoda se libera de madrugada, en rápido viaje hacia
la incógnita, para ver quién delata y quién reposa en el mensaje.
Es la puntual
migración de la especie para no sucumbir en el hastío, para no perecer en
soledad, y por toda compañía un cigarrillo que tacha cruces en un amarillento
calendario. Es pues, la necesidad de palpar si existe vida, si el mundo se
mueve o por el contrario dormita como cómplice de la quietud. Tomar el planeta
con las manos, con nerviosos dedos que no aciertan a ubicar un rostro, pero
todo en busca de lo invisible, del alma que ya en vida muere sin contemplar
siquiera la inmensidad y belleza del infinito universo.
Veo castillos,
llanuras, casas encaladas de inmaculado blanco, girasoles y ocres desnudos en
su estéril aridez. No hay océano porque la noche todo borra, y ante mí aparecen
favelas, meninos y garimpeiros que
horadan la tierra con cuerpos embadurnados de miseria, donde la pobreza es
evangelio cotidiano. Desiertos de salitre donde la muerte aguarda, sin más agua
que la perdida por los interminables poros de nuestro cuerpo, sabanas y
elefantes, como dueños del inacabable delta, y huéspedes vecinos esperando
turno con la paciencia asumida, respetando los rangos que la naturaleza
establece.
Sin movernos de una
mesa, con la luz en penumbra, recorremos el planeta, como conquistadores en
busca de El Dorado, si navegar por vengativos mares, sin poner un solo pie en
tierra, interrogando conciencias, auscultando corazones y abriendo los ojos de
quien nos interpela, vagando siempre sin
destino, sopesando preguntas y midiendo en conciencia las respuestas.
Amanece una vez
más, y un haz de luz certero se posa en nuestro rostro. Es la realidad quien
una vez más nos despierta, para devorar el día, para esperar ansiosos una nueva
madrugada, para, sin necesidad de soñar, recorrer el mundo entre lo astral e
imaginario.
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