viernes, 4 de abril de 2014

EL DESENCUENTRO

  El sólo tenía quince años, y “Campanilla”, fiel y honesta con Neverland, catorce. Todos los domingos acudía a misa en la capilla del colegio. Cruzar el ancho patio de juegos significaba para ella todo un trago, con miradas cómplices, a escondidas de sus padres. Sus ojos eran una mezcla de celeste y ultramar conseguido en su paleta de discípulo aventajado en la clase de pintura. Se sentía feliz porque aprendió a tocar “Romance anónimo” con una guitarra desvencijada, el pase o salvoconducto necesario para, con el pretexto de la enseñanza, compartir dos horas semanales en su compañía.

   Si en verano las tardes siempre fueron largas, aquellas eran las más cortas, interrumpidas por el chirriar de los vencejos cuando el sol se despedía, dando el relevo a una luna enorme, con su intensa luz, con sus mejores galas, con el gran manto bordado de infinitas estrellas. Se cerraba así el telón de aquél teatro imaginario donde los sueños predecían el futuro, donde la imaginación daba dos vueltas al mundo recorriendo parajes insospechados.

   Fue tras dos inviernos cuando, de repente y sin aviso alguno, “Campanilla” desapareció. Bastaron apenas dos semanas para intuir que algo extraño y anómalo ocurría, que no era del todo normal que tan arraigados lazos de repente se rompieran. Contaba los días esperando al domingo. Escrutaba entre los vecinos desechando todo lo que no fueran rubios y largos cabellos, aquellos que tantas veces sirvieron para ocultar su inocente rubor. Miró alrededor y el enorme patio se volvió borroso, silencioso  y enorme. Cabizbajo se dirigió a una de las aulas vacías, se sentó y, arrancando una hoja del primer cuaderno se dispuso a escribir algo. Era imposible. Cruzó sus brazos sobre el pupitre y apoyó la cabeza en ellos. Debió pasar una eternidad. Secó sus ojos y fijó la vista en la gran pizarra que presidía la sala. Difícilmente podía leerse lo que parecía una frase bíblica. Se acercó hasta la mesa del profesor, y, sobre ella un ejemplar de la Biblia, abierto. Leyó para adentro y supo que serían bienaventurados los pobres, los que lloran, los limpios de corazón, los perseguidos, los pacíficos, los hambrientos…

   Aunque nunca fue religioso si captó un mensaje subliminal, y entendió que su dolor nunca sería comparable con el de otros, que su lamento era casi un insulto a la realidad, que el mundo algún día le mostraría su despiadada crudeza como la prueba más terrible de superar.

     Transcurrieron cinco meses, cuando se recibió una carta a nombre de él. Era de lo más extraño y surrealista porque jamás recibió nada del exterior. Tras nombrarle el conserje, acudió con el semblante un tanto desencajado, adivinando por momentos su remitente. Cuando la tuvo en sus manos, un sudor frío y una mente ida por unos segundos  hicieron presa en él. Fueron necesarios tres días para, tras una profunda meditación, entregar la carta nuevamente al conserje. En el sobre podía leerse: “destinatario desconocido”. Nunca fue abierta, nunca conocido su mensaje. Fue devuelta a su remitente, quien, adivinando tal vez una lógica reacción prefirió dejar que la vida siguiera su natural curso.


   Fue su decisión, y antes la de ella. Aquello marcó el antes y el después del  desencuentro, pero, por noticias cercanas y del todo fiables, nunca se arrepintió de su opción, y, con sólo diecisiete años abandonó la fábrica  de los sueños, para convertirse en un ciudadano del mundo.

No hay comentarios: