El sólo tenía quince
años, y “Campanilla”, fiel y honesta con Neverland, catorce. Todos los domingos
acudía a misa en la capilla del colegio. Cruzar el ancho patio de juegos
significaba para ella todo un trago, con miradas cómplices, a escondidas de sus
padres. Sus ojos eran una mezcla de celeste y ultramar conseguido en su paleta
de discípulo aventajado en la clase de pintura. Se sentía feliz porque aprendió
a tocar “Romance anónimo” con una guitarra desvencijada, el pase o
salvoconducto necesario para, con el pretexto de la enseñanza, compartir dos
horas semanales en su compañía.
Si en verano las
tardes siempre fueron largas, aquellas eran las más cortas, interrumpidas por
el chirriar de los vencejos cuando el sol se despedía, dando el relevo a una
luna enorme, con su intensa luz, con sus mejores galas, con el gran manto bordado
de infinitas estrellas. Se cerraba así el telón de aquél teatro imaginario
donde los sueños predecían el futuro, donde la imaginación daba dos vueltas al
mundo recorriendo parajes insospechados.
Fue tras dos
inviernos cuando, de repente y sin aviso alguno, “Campanilla” desapareció. Bastaron
apenas dos semanas para intuir que algo extraño y anómalo ocurría, que no era
del todo normal que tan arraigados lazos de repente se rompieran. Contaba los días
esperando al domingo. Escrutaba entre los vecinos desechando todo lo que no
fueran rubios y largos cabellos, aquellos que tantas veces sirvieron para
ocultar su inocente rubor. Miró alrededor y el enorme patio se volvió borroso, silencioso
y enorme. Cabizbajo se dirigió a una de
las aulas vacías, se sentó y, arrancando una hoja del primer cuaderno se
dispuso a escribir algo. Era imposible. Cruzó sus brazos sobre el pupitre y
apoyó la cabeza en ellos. Debió pasar una eternidad. Secó sus ojos y fijó la
vista en la gran pizarra que presidía la sala. Difícilmente podía leerse lo que
parecía una frase bíblica. Se acercó hasta la mesa del profesor, y, sobre ella
un ejemplar de la Biblia ,
abierto. Leyó para adentro y supo que serían bienaventurados los pobres, los
que lloran, los limpios de corazón, los perseguidos, los pacíficos, los
hambrientos…
Aunque nunca fue
religioso si captó un mensaje subliminal, y entendió que su dolor nunca sería
comparable con el de otros, que su lamento era casi un insulto a la realidad,
que el mundo algún día le mostraría su despiadada crudeza como la prueba más
terrible de superar.
Transcurrieron
cinco meses, cuando se recibió una carta a nombre de él. Era de lo más extraño
y surrealista porque jamás recibió nada del exterior. Tras nombrarle el
conserje, acudió con el semblante un tanto desencajado, adivinando por momentos
su remitente. Cuando la tuvo en sus manos, un sudor frío y una mente ida por unos segundos hicieron presa en él. Fueron necesarios tres días para, tras una profunda
meditación, entregar la carta nuevamente al conserje. En el sobre podía leerse:
“destinatario desconocido”. Nunca fue abierta, nunca conocido su mensaje. Fue
devuelta a su remitente, quien, adivinando tal vez una lógica reacción prefirió
dejar que la vida siguiera su natural curso.
Fue su decisión, y
antes la de ella. Aquello marcó el antes y el después del desencuentro,
pero, por noticias cercanas y del todo fiables, nunca se arrepintió de su opción,
y, con sólo diecisiete años abandonó la fábrica de los sueños, para convertirse en un
ciudadano del mundo.
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