Dicen que solo los
niños y los ebrios dicen la verdad. Tal vez la estadística de nuestra propia
experiencia pueda inducir a ello, y si cada persona es un mundo debe ser en
parte cierto.
De las
veinticuatro horas que tiene el día, en algún momento nos sinceramos con
alguien. Tras el inicio de la comunicación mutua siempre asoma algún motivo
para involucrarnos, para dar consejo o recibirlo, y, a veces, también para
rechazarlo, eludiendo todo lo que denote compromiso, pasando de soslayo, la
mirada oblícua que creemos imperceptible. Hay quien se sincera porque cree
poseer la autosuficiencia, sin
importarles en absoluto la opinión o el análisis del resto, con la soberbia
como modo de vida en todos los ámbitos, con una escasa o nula valoración del
semejante, humano también como el. Este modo de proceder no es porque demande o
necesite algo, sino como coraza o situación prominente frente al resto, lo que
equivale a decir, “quédate ahí, porque no me interesan tus problemas”.
Pero en un mundo
problemático (porque el hombre lo hizo así) entra dentro de lo “normal”que
existan y convivan las abismales diferencias, y las que no a todos afectan por
igual. Me impactan sobre todo los marginados, los rechazados que no encajan en
ese modelo que el poderoso siempre define. El desahuciado que busca en el
contenedor y que duerme al raso o en el cubículo de un cajero, (qué terrible
ironía), también se sincera. Puede ser que se muestre desconfiado al principio.
Si el perro maltratado huye porque le agredió el hombre, él también huye del hombre. La
galleta es la que consigue el acercamiento, seguido de las caricias necesarias,
para, en última instancia, restablecer la confianza perdida. El marginado
siempre se sincera con el alcohol, el compañero inseparable de ese infierno que
a diario vive. Si el alcohol es la morfina para aliviar su dolor mundano,
también lo es para explicar que un día tuvo familia, hijos, una casa con
jardín, unos amigos con los que hablar y debatir. Tampoco tiene nada que
perder, porque todo lo perdió, y si suelta su torrente de verdad, siempre es
porque necesita ante los demás una justificación, y demanda lo que
sistemáticamente le es negado: comprensión.
A veces contamos
demasiado creyendo que nuestro interlocutor lo asimila, que lo recoge tal cual,
cuando en realidad estamos creando un perfil excesivamente idealizado al otro
lado. La soledad no siempre puede estar motivada por la ausencia de quienes
admiramos y apreciamos en nuestro entorno. Se pueden tener mil “amigos” en una
red social y estar desoladamente solo. Puede ser ese ansia de búsqueda de lo
que carecemos lo que nos incite a llamar, a encerrar mensajes en una botella
como náufragos perdidos en la isla de la indiferencia. De todas formas, cuando
nos sinceramos desde el corazón, nunca será en vano nuestro mensaje, soltando
un poco de lastre, y que a lo largo de nuestra vida, en ocasiones nos oprime
demasiado.
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