domingo, 6 de abril de 2014

EN SINCERIDAD, NUNCA ES DEMASIADO

   Dicen que solo los niños y los ebrios dicen la verdad. Tal vez la estadística de nuestra propia experiencia pueda inducir a ello, y si cada persona es un mundo debe ser en parte cierto.

    De las veinticuatro horas que tiene el día, en algún momento nos sinceramos con alguien. Tras el inicio de la comunicación mutua siempre asoma algún motivo para involucrarnos, para dar consejo o recibirlo, y, a veces, también para rechazarlo, eludiendo todo lo que denote compromiso, pasando de soslayo, la mirada oblícua que creemos imperceptible. Hay quien se sincera porque cree poseer  la autosuficiencia, sin importarles en absoluto la opinión o el análisis del resto, con la soberbia como modo de vida en todos los ámbitos, con una escasa o nula valoración del semejante, humano también como el. Este modo de proceder no es porque demande o necesite algo, sino como coraza o situación prominente frente al resto, lo que equivale a decir, “quédate ahí, porque no me interesan tus problemas”.

   Pero en un mundo problemático (porque el hombre lo hizo así) entra dentro de lo “normal”que existan y convivan las abismales diferencias, y las que no a todos afectan por igual. Me impactan sobre todo los marginados, los rechazados que no encajan en ese modelo que el poderoso siempre define. El desahuciado que busca en el contenedor y que duerme al raso o en el cubículo de un cajero, (qué terrible ironía), también se sincera. Puede ser que se muestre desconfiado al principio. Si el perro maltratado huye porque le agredió el  hombre, él también huye del hombre. La galleta es la que consigue el acercamiento, seguido de las caricias necesarias, para, en última instancia, restablecer la confianza perdida. El marginado siempre se sincera con el alcohol, el compañero inseparable de ese infierno que a diario vive. Si el alcohol es la morfina para aliviar su dolor mundano, también lo es para explicar que un día tuvo familia, hijos, una casa con jardín, unos amigos con los que hablar y debatir. Tampoco tiene nada que perder, porque todo lo perdió, y si suelta su torrente de verdad, siempre es porque necesita ante los demás una justificación, y demanda lo que sistemáticamente le es negado: comprensión.


   A veces contamos demasiado creyendo que nuestro interlocutor lo asimila, que lo recoge tal cual, cuando en realidad estamos creando un perfil excesivamente idealizado al otro lado. La soledad no siempre puede estar motivada por la ausencia de quienes admiramos y apreciamos en nuestro entorno. Se pueden tener mil “amigos” en una red social y estar desoladamente solo. Puede ser ese ansia de búsqueda de lo que carecemos lo que nos incite a llamar, a encerrar mensajes en una botella como náufragos perdidos en la isla de la indiferencia. De todas formas, cuando nos sinceramos desde el corazón, nunca será en vano nuestro mensaje, soltando un poco de lastre, y que a lo largo de nuestra vida, en ocasiones nos oprime demasiado.

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