Podemos sentir el
viento, la lluvia, el frío y todo el compendio de sensaciones que nuestros
sensores estratégicos conforman nuestra piel, y en una perfecta coordinación
también son capaces de transmitir a nuestro centro de mando su resultado. Pero
la diferencia radica en la percepción, porque, al igual que nuestras huellas
dactilares, no hay una igual a otra. El viento puede ser brisa, la lluvia puede
ser llovizna, como el frío puede ser frescor, por lo que descartamos el valor o
definición absolutos.
El concepto
compromiso, y englobando todas sus acepciones, siempre conlleva obligación,
renuncia, y, sobre todo, lo que más tememos: definición. Definición es lo que
nos desarma ante el resto, lo que muestra nuestra desnudez, lo que crea toda
suerte de estrategias para el castigo sin compasión en forma de desprecio,
indiferencia, aunque nuestro proyecto pueda engrandecer e incluso sea capaz de
liberar conciencias.
El compromiso
también puede ser contestatario, con la negación de lo establecido, con la
norma que fijan otros a los que creemos erráticos en sus actos. También pueden
recibir la falsa idea que nuestra meta es desbancarles de su status,
arrebatarles los privilegios de su más que cobarde sumisión. Pero
desde el momento en que se asume, es verdad que duelen menos las saetas que nos
lanzan con sus puntas untadas de ponzoña.
Se puede ser feliz
siguiendo al gran rebaño, pero también perdemos opción a otras sensaciones, a
otra percepción, a la idea de que hay vida también más allá de lo que podamos
considerar como “normal”. El dilema siempre se resuelve desde la propia
libertad, escogiendo entre la paz efímera de un limbo y una primera línea de
fuego, sin derecho a retaguardia, sin pautas de protección, pero siempre
asumiendo que tendremos que pagar un precio.
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