Si a Charles Darwin
le debemos el estudio de las especies, acordes en el tiempo, y con el endemismo
de cada una, no tenemos un contemporáneo de él que se ocupara de las
costumbres, hábitos y patrones específicos para definir a la especie humana.
Pero es sabido por todos que la beligerancia, el status, la supremacía frente
al resto son perfiles inequívocos de quienes descendemos de los primeros
pobladores, de los pitecos, de los homínidos, en esa escala progresiva de la
evolución. De ser cierto que nuestro ancestro es el mono (ciertamente
verosímil), nos acercamos mucho a la definición como tal de tribu, manada o
colectivo. Y como toda asociación de congéneres, de integrantes, perseguimos
unos fines, unas metas, utilizando para ello los medios a nuestro alcance, pero
todo, con un único fin: destacar por encima del resto de nuestros vecinos,
idénticos en género, pero muy diferentes en ideología.
Todas las guerras y
luchas, desde la
Prehistoria , fueron provocadas por la ideología, o sea, el
sometimiento del resto en beneficio de un líder, luchador, y al mismo tiempo
embaucador, cualidades imprescindibles en toda forma de alienación.
Observen cada
guerra, cada enfrentamiento, cada afrenta de un pueblo hacia otro y
comprenderán que el fin es el mismo en todo: Poder.
Pero si una colmena
funciona, se sostiene, es gracias a la unión de obreras y guardianas ante la
invasión de su colonia. Una rebelión sería rápìdamente aplastada, porque
atentaría contra el bien más preciado: la supervivencia de la especie. Es la
lucha de todos la que hace fuerte a la tribu y no su escisión o
desmembramiento. Tales pautas de comportamiento rigen en todo el reino animal.
Es la especie
humana la que se aparta de tan sabia doctrina, la que llega a creerse superior
por el hecho diferencial de poseer la capacidad de raciocinio, de distinguir
entre placer y dolor, de riqueza y pobreza, de fracaso y triunfo.
Es curioso y preocupante a la vez que los
individuos más radicales en esa mezcla de ombliguismo y complejo sean los
hijos, nietos y bisnietos de quienes, en plena Revolución Industrial
contribuyeron al engrandecimiento económico de la región. Lo que resulta
doloroso para ellos es que se les recuerde su procedencia, sus orígenes. Ellos,
simplemente se integraron en la colmena. El tiempo se encargó de la
metamorfosis, pasando de obreros a soldados.
Conspirar contra el orden natural es
condenarse al ostracismo, cuando no, a la propia desaparición como
especie, aunque los
instigadores pretendan convencer al resto de las bondades de su
rebelión. Se conspira manipulando la Historia , alentando rencillas, exagerando odios y
envidia contra el resto, la apropiación indebida del talento y la cultura
ajenas, ese “hecho diferencial” que pretendemos imponer, pero que nunca
existió. Es entonces cuando surge la desbandada y los gritos se confunden,
cuando lemas y consignas se traducen en sangre, cuando, en definitiva, ruge la
marabunta.
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