Si algo nos distingue es que somos únicos, en nuestro ADN, en nuestra huella dactilar. No hay otra igual. Nos controlan e incluyen en una base de datos de lo físico, de aquello que no podemos esconder.
Yo no sé si algún día podrán inventariar ese otro ADN, que también es único en cada uno de los mortales, el que se refiere a los sentimientos, a nuestra forma de amar, porque es cierto que ahí también somos diferentes. No se repite jamás una secuencia en cada uno de nuestros actos, no coinciden las pautas y parámetros para, de esta forma establecer un perfil. Nos movemos por situaciones, por emociones, y, cómo no, por los condicionantes que aceleran o retrasan en gran medida nuestras aspiraciones.
En alguna etapa de nuestra vida aparece la oportunidad, aquello que sin buscarlo nace de repente, espontáneo, como resultado de un oráculo desconocido y ajeno a la vez, y que a modo de señal lo hacemos nuestro, como algo que solo a nosotros estaba destinado. Ponemos todo nuestro empeño en no ofender o menospreciar lo que el azar quiso para nosotros, y en esa obsesión por complacer, por fortalecer el vínculo, olvidamos el ADN del contrario, creyendo en nuestra ingenuidad que siente y piensa como nosotros. Nada más alejado de la realidad. En nuestro egoísmo damos por hecho que, una vez mostradas nuestras cartas, nuestras intenciones, nuestro proyecto, la otra persona responderá de igual forma, y aquí recuerdo esa sentencia popular que dice que cada persona es un mundo. Y es que la gente rural, sin el doctorado de los "estudiados", tienen la capacidad de la síntesis, del resumen, sin necesidad de una tesis para explicarlo.
Es fácil y placentero entender la oportunidad, la chance, y lo es más el mambo, cuidar y querer a esa persona hasta el infinito, pero el mambo tiene un enemigo acérrimo: el kilombo. Este nace y se mueve en los vericuetos de nuestro subconsciente. Puede ser el ángel guardián y el ángel exterminador, puede ser una defensa a tiempo y el abogado del diablo, y ante él sólo cabe el argumento, la exposición clara y concisa de nuestra intención, porque, de lo contrario se produce el mismo efecto ante una patología o enfermedad, donde el vigilante enemigo oportunista sólo espera su momento.
No hay felicidad sin su contrario, la tristeza, el desencanto, quienes, en última instancia son los que pondrán a prueba aquello que sentimos, sin necesidad de mirar atrás, de convertirnos en estatuas de sal en este mundo que cada vez se parece más a las ciudades bíblicas que fueron blanco de la ira del creador.
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