“Notario” no es peludo como “Platero”, ni le
rodea el aura que Juan Ramón dio a su pequeña estrella, pero tiene un aire de
ternura que no deja indiferente a cualquiera que le visite.
Cuatro meses tenía cuando mi amigo le trajo de El Horcajo, pueblo
cercano a Guijuelo, muy cerquita de Salamanca. Ya las hechuras decían que sería
un gran burro, de la raza zamorana, cualidades que no pasaron desapercibidas
para mi amigo, arriero por necesidad, más tarde por vocación, quien le agarró en brazos y lo metió en su furgoneta de trabajo.
Me cuenta que ese día bajaba al sur con la misma alegría de un niño con zapatos
nuevos. Pero “Notario” no venía a trabajar, porque atrás quedaron las faenas de
arrieros o gañanes en los cortijos, aunque bien podría ser uno de los mejores
livianos de cualquier recua. (Dependiendo del lugar, una recua constaba de
cinco burros más el liviano). Y el liviano, por ser el más noble y obediente
siempre iba en cabeza, presto a las órdenes del arriero y como eficaz guía del
resto de compañeros.
Hoy
tiene seis años, y parece que fue ayer cuando vino, tembloroso, asustado, con
sus ojos escudriñando el entorno, con sus alargadas orejas recabando sonidos de
bienvenida, recibiendo caricias de todos. Sólo le vi un par de veces
trabajando, porque alguien se atrevió a contradecir a su dueño, y porfiando
dijo que “Notario” no podría con un carro de arena, cargado en la hondonada de
una gravera cercana. Pero es el rasgo que caracteriza a todo arriero, presumir
de tener los mejores, y, sin dudarlo lo enganchó a un carro antigüo, todo de
hierro, conseguido a buen precio en el pueblo de Pozoblanco. Y Notario no dejó
a su dueño en mal lugar, porque una vez cargado enfiló la cuesta que termina en
la vieja báscula, para, sobre llano, dirigirse a la cuadra sin rechistar, con
la nobleza del jumento cervantino. Otra vez le vi cargado de estiércol para el
huerto cercano de un vecino. Hasta seis veces repitió el trayecto, sin una sola
gota de sudor. Ya no le vi trabajar más,( afortunadamente para él) y cada vez
que lo visitaba estaba en su cerca, orgulloso y contento, sintiéndose protegido
por su amo, y cuando este asomaba a lo lejos, reconociendo el sonido del motor
de su coche le saludaba con rebuznos audibles en la distancia. En sus seis años
también tuvo tiempo de arrastrar a su cuidador cuando un día, tras ponerle la
jáquima y un largo cordel, se dispuso para atarle en un barbecho donde la
hierba alcanzaba gran altura. No reparó
Rafael en que la yegüa de otro vecino se encontraba en celo, y ante algo así,
ningún équido guarda la compostura. Fueron más de doscientos metros de carrera
desbocada, con Rafael a la rastra, y sólo algunas magulladuras.
Demasiado tiempo aguantó mi amigo sus animales, porque no se resignaba a
venderlos. Hoy, en plena crisis, llegó al límite, ya no es posible soportar más
gasto, y lo que comenzó como amor y querencia a ellos tocó a su fin. Han sido
días de tristeza y lágrimas en el preludio a su venta, o, por decirlo mejor a
su mala venta. “Notario” ya barruntaba algo cuando vió como tres caballos
abandonaban las cuadras en un camión, y al día siguiente el pequeño muleto
color café. El momento más emotivo fue cuando mi amigo Juan entró en la cerca.
No hizo falta llamarlo, porque “Notario” se acercó a el, buscando caricias y
arrumacos que en ningún momento escatimó. Rascándole la frente , y con un
abrazo sentido, se despidió de él, al tiempo que buscaba un rincón para enjugar
las lágrimas.
Una
vez más, el ángel exterminador de la crisis se cebó sin respetar las emociones,
las vivencias, y como absurda penitencia impuso la reconversión. Mañana las
cuadras se convertirán en apartamentos, pero sé con toda seguridad que tras la
merecida jubilación, mi amigo dejará un rincón para otro zamorano fuerte, noble
y valiente, y, aunque no sea de algodón, Juan Ramón le lanzará un guiño, eso
sí, sin porfiar con el único e irrepetible “Platero”.
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