jueves, 1 de enero de 2015

LOS OTROS SANTOS INOCENTES...










          Siempre me resultó difícil ubicarme en un lugar nuevo, porque lo nuevo
asusta, acobarda, te hace mirar a todos lados, con la desconfianza natural de quien se siente extraño. Desde el mismo momento en que cruzas la frontera natural que separa tu región, cambia hasta el paisaje. La depresión montañosa, las quebradas de Despeñaperros, dan paso a la llanura. Quedaron atrás mis olivares, encinas, lantiscos y retamas esparcidas por la sierra.

    Y así, devorando kilómetros, hasta llegar a ese Madrid, al de los Austrias, y, cómo no, al de aquellas gentes que poblaron su extrarradio de ciudades dormitorio, colonizando descampados con torres, a modo de colmenas, donde sus obreros recalaban solo para dormir, donde cada madrugada los apeaderos del tren se convertían en improvisados enjambres que abarrotaban sus vagones.

   Allí estuve el tiempo suficiente para observar y convivir con los que llegaron a echar raíces, pues algunos, hacía ya más de treinta años que abandonaron su Extremadura natal o Andalucía. Todos esgrimían la misma razón, dejar la pobreza y el olvido al que sometieron sus regiones, buscar una oportunidad para que sus hijos no se vieran abocados a la dehesa o los cortijos de extensos latifundios como mano de obra suficientemente explotada ya. El sábado era el mejor día para el encuentro en bares o casas regionales, para ese bullicio y alterne tan propio de la tierra de procedencia, y de ahí ese sanbenito de la España de charanga y pandereta que recuerda Machado. Supe entre otras cosas que estaban integrados porque no jugaban a la brisca, a dominó, sino que todos presumían de ser los mejores jugadors de mus, ese juego de cartas desconocido en el sur. A muchos de ellos, amigos ya, les pregunté si serían capaces de retornar, pero todos me respondieron con absoluta unanimidad que no, que su vida estaba allí, que extrañaban su tierra, pero no se sentían o participaban de ese dilema.


    Creo que el único desubicado era yo, porque, tras nueve meses de trabajo en una empresa de reciente creación, sin cobrar una sola mensualidad, decidí volver. La elección era simple, pues, entre estar trabajando sin percibir un salario, prefería estar en mi tierra desempleado. Mi equipaje siempre fue ligero y escaso, y lo amplié con una novela recién publicada de Miguel Delibes, que, al momento de ocupar mi asiento en el tren, comencé a leer. De una cosa estoy seguro, y es que no hay lectura más placentera en ningún otro lugar, excepto en un vagón. Y de esta forma, entre traqueteos y chirridos férreos me resultaron familiares Paco y su mujer, Régula con sus cuatro hijos que malvivían en la dehesa de un señorito acaudalado, en una casa insalubre, realizando los penosos trabajos y soportando las contínuas humillaciones de una casta de terratenientes muy afines a los poderes en todos sus ámbitos, en esa Extremadura desconocida para muchos, hermanada en la penuria con Andalucía. Cerré el libro y contemplando el paisaje que parecía moverse, reflexioné durante largo rato para llegar a una única clonclusión respecto a los paisanos y amigos que dejé atrás : para qué volver. Me alegré por ellos, y aquél deseo interior de que volvieran, se desvaneció. Aquellas amables gentes siguen recordando cada callejuela de su pueblo, siguen compartiendo lazos, señas de identidad, y cada verano buscan el reencuentro con aquellos mayores que dejaron atrás, para recordar que ellos no fueron, afortunadamente los otros santos inocentes.

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