Siempre me resultó difícil ubicarme
en un lugar nuevo, porque lo nuevo
asusta, acobarda, te hace mirar a
todos lados, con la desconfianza natural de quien se siente extraño. Desde el
mismo momento en que cruzas la frontera natural que separa tu región, cambia
hasta el paisaje. La depresión montañosa, las quebradas de Despeñaperros, dan
paso a la llanura. Quedaron atrás mis olivares, encinas, lantiscos y retamas
esparcidas por la sierra.
Y así, devorando kilómetros, hasta llegar a
ese Madrid, al de los Austrias, y, cómo no, al de aquellas gentes que poblaron
su extrarradio de ciudades dormitorio, colonizando descampados con torres, a
modo de colmenas, donde sus obreros recalaban solo para dormir, donde cada
madrugada los apeaderos del tren se convertían en improvisados enjambres que
abarrotaban sus vagones.
Allí estuve el tiempo suficiente para observar y convivir con los que
llegaron a echar raíces, pues algunos, hacía ya más de treinta años que
abandonaron su Extremadura natal o Andalucía. Todos esgrimían la misma razón,
dejar la pobreza y el olvido al que sometieron sus regiones, buscar una
oportunidad para que sus hijos no se vieran abocados a la dehesa o los cortijos
de extensos latifundios como mano de obra suficientemente explotada ya. El
sábado era el mejor día para el encuentro en bares o casas regionales, para ese
bullicio y alterne tan propio de la tierra de procedencia, y de ahí ese
sanbenito de la España
de charanga y pandereta que recuerda Machado. Supe entre otras cosas que
estaban integrados porque no jugaban a la brisca, a dominó, sino que todos
presumían de ser los mejores jugadors de mus, ese juego de cartas desconocido
en el sur. A muchos de ellos, amigos ya, les pregunté si serían capaces de
retornar, pero todos me respondieron con absoluta unanimidad que no, que su
vida estaba allí, que extrañaban su tierra, pero no se sentían o participaban
de ese dilema.
Creo que el único desubicado era yo,
porque, tras nueve meses de trabajo en una empresa de reciente creación, sin
cobrar una sola mensualidad, decidí volver. La elección era simple, pues, entre
estar trabajando sin percibir un salario, prefería estar en mi tierra
desempleado. Mi equipaje siempre fue ligero y escaso, y lo amplié con una
novela recién publicada de Miguel Delibes, que, al momento de ocupar mi asiento
en el tren, comencé a leer. De una cosa estoy seguro, y es que no hay lectura
más placentera en ningún otro lugar, excepto en un vagón. Y de esta forma,
entre traqueteos y chirridos férreos me resultaron familiares Paco y su mujer,
Régula con sus cuatro hijos que malvivían en la dehesa de un señorito
acaudalado, en una casa insalubre, realizando los penosos trabajos y soportando
las contínuas humillaciones de una casta de terratenientes muy afines a los
poderes en todos sus ámbitos, en esa Extremadura desconocida para muchos,
hermanada en la penuria con Andalucía. Cerré el libro y contemplando el paisaje
que parecía moverse, reflexioné durante largo rato para llegar a una única
clonclusión respecto a los paisanos y amigos que dejé atrás : para qué volver.
Me alegré por ellos, y aquél deseo interior de que volvieran, se desvaneció.
Aquellas amables gentes siguen recordando cada callejuela de su pueblo, siguen
compartiendo lazos, señas de identidad, y cada verano buscan el reencuentro con
aquellos mayores que dejaron atrás, para recordar que ellos no fueron,
afortunadamente los otros santos inocentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario