Aquella fuente
natural estaba allí desde hacía mucho tiempo, dias, años, siglos. Se llegaba
hasta ella por
aquél sendero, adornado por un palio de chopos que parecían
aplaudir cuando el viento agitaba sus ramas. Cuando Apolo castigaba con sus
rayos y el ganado sesteaba, solía hundir su cabeza en el agua para, de
inmediato perder la vista en los tarajes del río, con ramas medio hundidas,
como aferrándose a la vida, sintiéndose dueños de la inmensa ribera. Era su
secreto. Llegaron a conocerle las torcaces de agosto, cuando la campiña se
volvía irrespirable, sin una brizna de aire que sustentara sus alas. Al
atardecer, con un deseo común se despedía cada día la bandada, sorteando
estruendos de pólvora, por cualquier vereda, por cualquier cañada…
Calentura la
llamaban los mayores, a una fiebre que varios días le tuvo postrado en algo
parecido a una cama, delirando entre fatuos sueños, con un sudor frío que todo su
cuerpo empapaba. En un pulso entre la vida y la muerte, y como una macabra
premonición llegó a sentir a media voz débiles palabras, despidiendo a un
cuerpo que se resistía a ver su aura.
Volvó ansioso a la
chopera, con esa desconocida fuerza sobrehumana, esperando ver el agua de una
fuente que no estaba. Asesinaron los árboles, dejando esparcidas sus mutiladas
ramas, no había sombra, no había nada, solo enormes tuberías, y en medio de lo
que fue un camino, la teja vieja donde tantos años reposara el agua…
Aquél agosto fue de sangre más que de sol, de bestias desbocadas, de hojas de afilado acero en un ruido infernal, como queriendo terminar su macabra carrera a las mismas puertas de la eternnidad. Delirando en su agonía, solo pedía agua, y no se sabe si en aquel viaje llegó a ver la fuente, pero sí vió que la sangre no dejaba de brotar...
Cuando le llevaron
allí, tras perder casi la vida, aquella larga nave, con apenas luz, le pareció
la antesala del infierno. Camas alineadas, como aquellos hospitales donde
enviaban a quienes no podrían servir de nuevo en el frente de batalla. Allí
despertó y dejó de ser él. Allí, como fiel protagonista de aquél título
cinematográfico, Padre padrone, se encontró consigo mismo, entre lamentos,
confundido entre visiones oníricas, con la sensación de despertar de una
pesadilla .
No esperaron casi a que abriera los ojos, y
aquellas siluetas difusas comenzaron a preguntarle sin descanso. Luego supo que
eran gente de leyes, mandados por él, por el padre que nunca lo fue. Sólo
buscaban una respuesta por su parte, necesaria para inculpar a quien le acogió,
pero nunca lo consiguieron, nunca les dijo la verdad, porque de hacerlo
significaría la ruina para aquella familia. Pensaron tal vez que subir a
aquella máquina fue producto de una más de las travesuras de un niño con apenas
once años. Fueron seis largos meses donde comenzó a plantearse cómo sería su
vida a partir de entonces, seis meses donde recibió más visitas de aquella
familia de acogida que de la propia. Seis meses para aprender de nuevo, para el
torpe caminar, para encontrar un nuevo destino que impidiese su retorno al
infierno.
Debió ser difícil
encontrar un gheto y optaron por lo más fácil para ellos, que ya cumplieron su
parte con un alta que demoró demasiado. Trescientas historias de aparente
normalidad contra una nueva destrozada, trescientas miradas de asombro que con
silencio de fondo murmuraban. Aquél dormitorio colectivo supo de las primeras
lágrimas bajo almidonadas sábanas, para, en
nuevo amanecer continuar con aquella terrible prueba de fuego.
Consciente de que
la vida le exigiría demostrar más que al resto, apostó por la lectura en
soledad, y dejó correr su imaginación con Rudyard Kipling, Salgari, Verne, para
más tarde sumergirse en el mundo de Machado y Bécquer. Ellos colmaban la
ausencia de todo, porque siempre estaban
en sus amarillentas hojas, siempre la palabra perfecta y el consuelo a tanta
tristeza. Y entre versos descarnados, entre rimas y leyendas, le presentaron a
Vincent, paradigma de la soledad, de una mente inquieta que respiraba el arte,
y por todo pulmón, su paleta, impregnada de la locura que solo tienen los
genios. Como fiel seguidor se encerraba, renunciando al ocio, absorbiendo
trazos, destrozando bocetos, por aquella rabia contenida que nunca tuvieron los
cuerdos. Hoy asegura que mereció la pena, que nunca hay un mal que por bien no venga, que siempre
habrá mil razones para encontrar la intrincada senda que una selva de dudas negó su existencia.
Yo soy su amigo
fiel, quien todo sabe, y en momentos de zozobra le aconseja, soy esa sombra que
proyecta su asumida silueta. Siempre le
digo que las prisas nunca fueron consejeras, que se puede perder una batalla
pero nunca una guerra, que el amor aparece allá donde menos lo esperas, que no
son compatibles la vanidad y la torpeza, que los errores se pagan, que nadie
perdona la inconsciencia, que la ingenuidad es propia de niños, y no es excusa
que mataran su inocencia. Le dejo pensativo, y sin quererlo me recuerda el
fantasma de Boabdil, vagando por la
Alhambra , aunque no repetiré los reproches que su esposa le
lanzara dias antes de abandonar Granada.
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