sábado, 13 de septiembre de 2014

MEMORIA DE IDENTIDAD

   Aquella fuente natural estaba allí desde hacía mucho tiempo, dias, años, siglos. Se llegaba hasta ella por
aquél sendero, adornado por un palio de chopos que parecían aplaudir cuando el viento agitaba sus ramas. Cuando Apolo castigaba con sus rayos y el ganado sesteaba, solía hundir su cabeza en el agua para, de inmediato perder la vista en los tarajes del río, con ramas medio hundidas, como aferrándose a la vida, sintiéndose dueños de la inmensa ribera. Era su secreto. Llegaron a conocerle las torcaces de agosto, cuando la campiña se volvía irrespirable, sin una brizna de aire que sustentara sus alas. Al atardecer, con un deseo común se despedía cada día la bandada, sorteando estruendos de pólvora, por cualquier vereda, por cualquier cañada…

   Calentura la llamaban los mayores, a una fiebre que varios días le tuvo postrado en algo parecido a una cama, delirando entre fatuos sueños, con un sudor frío que todo su cuerpo empapaba. En un pulso entre la vida y la muerte, y como una macabra premonición llegó a sentir a media voz débiles palabras, despidiendo a un cuerpo que se resistía a ver su aura.


   Volvó ansioso a la chopera, con esa desconocida fuerza sobrehumana, esperando ver el agua de una fuente que no estaba. Asesinaron los árboles, dejando esparcidas sus mutiladas ramas, no había sombra, no había nada, solo enormes tuberías, y en medio de lo que fue un camino, la teja vieja donde tantos años reposara el agua…

   Aquél agosto fue de sangre más que de sol, de bestias desbocadas, de hojas de afilado acero en un ruido infernal, como queriendo terminar su macabra carrera a las mismas puertas de la eternnidad. Delirando en su agonía, solo pedía agua, y no se sabe si en aquel viaje llegó a ver la fuente, pero sí vió que la sangre no dejaba de brotar...

      Cuando le llevaron allí, tras perder casi la vida, aquella larga nave, con apenas luz, le pareció la antesala del infierno. Camas alineadas, como aquellos hospitales donde enviaban a quienes no podrían servir de nuevo en el frente de batalla. Allí despertó y dejó de ser él. Allí, como fiel protagonista de aquél título cinematográfico, Padre padrone, se encontró consigo mismo, entre lamentos, confundido entre visiones oníricas, con la sensación de despertar de una pesadilla .

   No esperaron casi a que abriera los ojos, y aquellas siluetas difusas comenzaron a preguntarle sin descanso. Luego supo que eran gente de leyes, mandados por él, por el padre que nunca lo fue. Sólo buscaban una respuesta por su parte, necesaria para inculpar a quien le acogió, pero nunca lo consiguieron, nunca les dijo la verdad, porque de hacerlo significaría la ruina para aquella familia. Pensaron tal vez que subir a aquella máquina fue producto de una más de las travesuras de un niño con apenas once años. Fueron seis largos meses donde comenzó a plantearse cómo sería su vida a partir de entonces, seis meses donde recibió más visitas de aquella familia de acogida que de la propia. Seis meses para aprender de nuevo, para el torpe caminar, para encontrar un nuevo destino que impidiese su retorno al infierno.

   Debió ser difícil encontrar un gheto y optaron por lo más fácil para ellos, que ya cumplieron su parte con un alta que demoró demasiado. Trescientas historias de aparente normalidad contra una nueva destrozada, trescientas miradas de asombro que con silencio de fondo murmuraban. Aquél dormitorio colectivo supo de las primeras lágrimas bajo almidonadas sábanas, para, en  nuevo amanecer continuar con aquella terrible prueba de fuego.

   Consciente de que la vida le exigiría demostrar más que al resto, apostó por la lectura en soledad, y dejó correr su imaginación con Rudyard Kipling, Salgari, Verne, para más tarde sumergirse en el mundo de Machado y Bécquer. Ellos colmaban la ausencia  de todo, porque siempre estaban en sus amarillentas hojas, siempre la palabra perfecta y el consuelo a tanta tristeza. Y entre versos descarnados, entre rimas y leyendas, le presentaron a Vincent, paradigma de la soledad, de una mente inquieta que respiraba el arte, y por todo pulmón, su paleta, impregnada de la locura que solo tienen los genios. Como fiel seguidor se encerraba, renunciando al ocio, absorbiendo trazos, destrozando bocetos, por aquella rabia contenida que nunca tuvieron los cuerdos. Hoy asegura que mereció la pena, que nunca  hay un mal que por bien no venga, que siempre habrá mil razones para encontrar la intrincada senda que  una selva de dudas negó su existencia.

   Yo soy su amigo fiel, quien todo sabe, y en momentos de zozobra le aconseja, soy esa sombra que proyecta su  asumida silueta. Siempre le digo que las prisas nunca fueron consejeras, que se puede perder una batalla pero nunca una guerra, que el amor aparece allá donde menos lo esperas, que no son compatibles la vanidad y la torpeza, que los errores se pagan, que nadie perdona la inconsciencia, que la ingenuidad es propia de niños, y no es excusa que mataran su inocencia. Le dejo pensativo, y sin quererlo me recuerda el fantasma de Boabdil, vagando por la Alhambra, aunque no repetiré los reproches que su esposa le lanzara dias antes de abandonar Granada. 

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