viernes, 9 de mayo de 2014

SOLIDARIDAD

     Era una de las tareas que más odiaba en aquella granja, donde el implacable sol de agosto solía derretir el asfalto, por lo que no creo que eso del calentamiento del planeta sea de ahora. Maldecía a menudo aquella plantación, muy similar a la caña de azúcar, pero de maiz, sembrada “a voleo”, y que, una vez alcanzaba la altura necesaria servía de alimento a una decena de vacas. El término “descamisado”, atribuido a Evita Perón era desconocido para mí, pero hoy soy capaz de entender su significado. Empecé allí siendo un descamisado más, y sólo quien conozca las faenas del campo puede hacerse una idea.No, no hablo de ahora, sino de agosto de 1969, donde un cántaro de barro era considerado “alta tecnología”.

   Esa mañana, hoz en mano, y, por supuesto, descamisado, acudí a la plantación, casi por inercia, con el ánimo de todos los días, o sea, ninguno. Con solo once años era ciertamente difícil asimilar aquello. Pero todo era comenzar, segar y segar hasta alcanzar las dos enormes cargas necesarias. Tampoco estaba de suerte ese día, porque, a punto de finalizar la siega, tumbé una caña, recia, donde, a modo de okupas, se había establecido una colonia de avispas. Creo que nunca corrí más en toda mi vida. Tardé sesenta segundos en llegar a la alberca de riego y zambullirme, pero me parecieron sesenta horas. Aunque ahora me río al recordarlo, no se lo deseo ni al peor de los enemigos, porque doce picaduras son muchas, y sin los remedios de ahora, porque, entonces solo teníamos a mano barro y agua. Por suerte, tampoco era alérgico a los aguijonazos de tan desagradables himenópteros, porque no sufrí ningún shock anafiláctico, tan frecuentes hoy.

   No hay mal que por bien no venga, porque aquello me permitió descansar una hora,(todo un lujo para mí). Mientras resoplaba y agitaba los brazos, en un intento por calmar las dolorosas punzadas, un vehiculo de color negro paró en la carretera. Quedé prendado de aquel coche, del que bajaron dos muchachos, con uniforme militar, y, a juzgar por sus ademanes, solicitaban información. Buscaban el polvorín militar ubicado en la dehesa Matallana, muy cercano al lugar.   Les indiqué la dirección a seguir, pero antes de continuar, sin apearse en ningún momento, un señor mayor, elegante, y vestido de civil, quitándose unas gafas oscuras me preguntó,
-         ¿Qué te ha ocurrido, hijo?
-         Segando verdera de maíz, me picaron avispas, señor.
Tras preguntarme dónde trabajaba, volvió a ponerse las gafas y continuaron hasta su destino. No habían transcurrido veinte minutos cuando el mismo vehículo volvió, y un soldado se acercó y me entregó una bolsa con pomada, galletas y chocolate. Luego de dar las gracias, se marcharon.


   Ese día conocí lo que es la solidaridad, sin saber por entonces no ya el significado, sino la propia palabra. Me senté junto a la alberca nuevamente, sin parar de preguntarme cómo alguien “importante” pudo ser capaz de ayudar a un desconocido, a un niño harapiento y descamisado. Yo fui afortunado, comparado con los niños de Bolivia, Perú, y que mucho más niños que yo subsisten en vertederos y canteras, en pleno siglo XXI, para vergüenza del llamado Primer Mundo, culpable como bien acusara Helder Cámara de las desgracias y la miseria de los desheredados de la Tierra.

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