Era una de las
tareas que más odiaba en aquella granja, donde el implacable sol de agosto solía
derretir el asfalto, por lo que no creo que eso del calentamiento del planeta
sea de ahora. Maldecía a menudo aquella plantación, muy similar a la caña de azúcar,
pero de maiz, sembrada “a voleo”, y que, una vez alcanzaba la altura necesaria
servía de alimento a una decena de vacas. El término “descamisado”, atribuido a
Evita Perón era desconocido para mí, pero hoy soy capaz de entender su
significado. Empecé allí siendo un descamisado más, y sólo quien conozca las
faenas del campo puede hacerse una idea.No, no hablo de ahora, sino de agosto
de 1969, donde un cántaro de barro era considerado “alta tecnología”.
Esa mañana, hoz en
mano, y, por supuesto, descamisado, acudí a la plantación, casi por inercia, con
el ánimo de todos los días, o sea, ninguno. Con solo once años era ciertamente
difícil asimilar aquello. Pero todo era comenzar, segar y segar hasta alcanzar
las dos enormes cargas necesarias. Tampoco estaba de suerte ese día, porque, a
punto de finalizar la siega, tumbé una caña, recia, donde, a modo de okupas, se
había establecido una colonia de avispas. Creo que nunca corrí más en toda mi
vida. Tardé sesenta segundos en llegar a la alberca de riego y zambullirme,
pero me parecieron sesenta horas. Aunque ahora me río al recordarlo, no se lo
deseo ni al peor de los enemigos, porque doce picaduras son muchas, y sin los
remedios de ahora, porque, entonces solo teníamos a mano barro y agua. Por suerte,
tampoco era alérgico a los aguijonazos de tan desagradables himenópteros,
porque no sufrí ningún shock anafiláctico, tan frecuentes hoy.
No hay mal que por
bien no venga, porque aquello me permitió descansar una hora,(todo un lujo para
mí). Mientras resoplaba y agitaba los brazos, en un intento por calmar las
dolorosas punzadas, un vehiculo de color negro paró en la carretera. Quedé
prendado de aquel coche, del que bajaron dos muchachos, con uniforme militar,
y, a juzgar por sus ademanes, solicitaban información. Buscaban el polvorín militar
ubicado en la dehesa Matallana, muy cercano al lugar. Les
indiqué la dirección a seguir, pero antes de continuar, sin apearse en ningún
momento, un señor mayor, elegante, y vestido de civil, quitándose unas gafas
oscuras me preguntó,
-
¿Qué te ha ocurrido, hijo?
-
Segando verdera de maíz, me picaron avispas, señor.
Tras preguntarme dónde trabajaba, volvió a ponerse las gafas
y continuaron hasta su destino. No habían transcurrido veinte minutos cuando el
mismo vehículo volvió, y un soldado se acercó y me entregó una bolsa con pomada,
galletas y chocolate. Luego de dar las gracias, se marcharon.
Ese día conocí lo
que es la solidaridad, sin saber por entonces no ya el significado, sino la
propia palabra. Me senté junto a la alberca nuevamente, sin parar de
preguntarme cómo alguien “importante” pudo ser capaz de ayudar a un
desconocido, a un niño harapiento y descamisado. Yo fui afortunado, comparado
con los niños de Bolivia, Perú, y que mucho más niños que yo subsisten en
vertederos y canteras, en pleno siglo XXI, para vergüenza del llamado Primer
Mundo, culpable como bien acusara Helder Cámara de las desgracias y la miseria
de los desheredados de la Tierra.
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