A tomar la decisión
de desaparecer voluntariamente, en soledad y sin la ayuda de nadie le llamamos
lo primero. Siempre es provocada por la pérdida por parte del individuo de toda
motivación afectiva en todos sus ámbitos, la autoestima inexistente pero vital para
permanecer entre el resto.
Y a mí, que siempre
me inquietó el saber el porqué de las cosas, me viene de pronto una figura
estelar de la tauromaquia: Juan Belmonte, rival del otro grande de la época,
Joselito. Pero Juan Belmonte nunca fue un personaje más, tanto en lo personal
como en el arte de Cúchares. Nació en la calle Ancha de la Feria. Allí tenían sus padres
una modesta tienda de quincalla, y donde cada jueves trasladaban el género a la
calle Feria, al mercadillo existente aún, y que, en muchas ocasiones visité,
pues todo él es un muestrario de historia antigüa, la del blanco y negro con
tonos sepias.
Aunque sin
estudios, o los básicos, Juan Belmonte, ya triunfador en su profesión se
relacionó intimamente con el mundo de la cultura, con personajes como Zuloaga, Julio
Camba o Ramón del Valle Inclán entre otros, quienes le consideraban un
verdadero artista en lo suyo, adoptando el estilo de ellos en su forma de
vestir y renunciando a la clásica coleta de torero, en un significativo afán de
confundirse con ellos. Cuentan de él que en sus numerosos viajes siempre le
acompañaba una maleta cargada de libros. Valle Inclán llegó a dedicarle un
emotivo discurso en su favor, a sabiendas de que la generación del 98 no era
partidaria de la Fiesta Nacional ,
pues la consideraba como un síntoma del atraso del país.
El 8 de abril de
1962, tras despedirse del mayoral que le acompañó hasta la entrada de su finca
se quedó a solas, tal vez sopesando la conveniencia de su última voluntad. No
le mató un toro, sino una pistola de pequeño calibre (6.35) situada estratégicamente,
para no errar, la misma que hizo añicos la figura del héroe, del mito. Es
sumamente aclaratoria la nota de redacción de un diario de la época, donde
afirmaba, “ Resulta triste y doloroso en extremo, que un hombre que en su vida dio
tantísimas pruebas de valor, haya tenido este final “.
Siempre he
sostenido que tras cada suicidio hay una historia y una extrema situación que
lo provoca. Personalmente creo que Juan Belmonte, al retirarse, tuvo esa
sensación de no ser nadie, de no estar en boca de la cultura y sus agasajos, de
sentirse ese juguete roto que estorba en cualquier estantería.
En el lado opuesto
a tan insigne figura leo en la prensa que una profesora jubilada de Sussex (Reino Unido) pide se le practique la
eutanasia porque “no puede soportar tanta tecnología”. Les puedo asegurar que
me ha conmovido su historia, y yo, que aunque esté mal visto tengo
sentimientos, y para nada me avergüenza reconocerlo, no he tenido más remedio
que involucrarme, porque creo que es el principio de lo que vendrá más tarde.
No pudo adaptarse a los tiempos en que las personas nos comportamos “como
robots”. No pudo ni aceptó que los emails, Whatsapps devoraran ese rasgo tan
apreciado por ella: la humanidad. Nunca aceptó que el ser humano pase horas
frente al ordenador o el móvil, los ingenios de la técnica que no son capaces
de mostrar las emociones de una carta autógrafa, a veces perfumada en función
de su destinatario, del sello y el sobre que en machacona y rutinaria práctica
sí eran capaces de llegar al corazón. Tampoco estaba enferma, y para nada era
un alivio terminar en una Residencia, por lo que consiguió convencer al equipo
médico, pero de forma legal, dando la cara, y sobre todo, explicando el porqué,
en frontal oposición al suicida, quien se lleva las razones a la propia tumba. Recurrió a la eutanasia porque, en este mundo de
tecnología no encontró razón de peso para seguir viviendo. Siempre sintió la
sensación de “nadar contra corriente”, como también reconoció que nunca pudo
adaptarse.
Realmente subyace
la sensación de soledad para ambos. Juan Belmonte siempre estuvo arropado por
el mundo de la cultura, los que evitaban el olvido, que la estrella se apagara.
Esta mujer también se sentía sola, marginada en un mundo donde un niño de
apenas ocho años es capaz de dar toda una clase magistral del manejo de la
tecnología en un Iphone, la misma tecnología a la que nunca supo adaptarse, y
la que, en última instancia también le mató.
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