jueves, 10 de abril de 2014

SUICIDIO vs EUTANASIA

   A tomar la decisión de desaparecer voluntariamente, en soledad y sin la ayuda de nadie le llamamos lo primero. Siempre es provocada por la pérdida por parte del individuo de toda motivación afectiva en todos sus ámbitos, la autoestima inexistente pero vital para permanecer entre el resto.

   Y a mí, que siempre me inquietó el saber el porqué de las cosas, me viene de pronto una figura estelar de la tauromaquia: Juan Belmonte, rival del otro grande de la época, Joselito. Pero Juan Belmonte nunca fue un personaje más, tanto en lo personal como en el arte de Cúchares. Nació en la calle Ancha de la Feria. Allí tenían sus padres una modesta tienda de quincalla, y donde cada jueves trasladaban el género a la calle Feria, al mercadillo existente aún, y que, en muchas ocasiones visité, pues todo él es un muestrario de historia antigüa, la del blanco y negro con tonos sepias.

   Aunque sin estudios, o los básicos, Juan Belmonte, ya triunfador en su profesión se relacionó intimamente con el mundo de la cultura, con personajes como Zuloaga, Julio Camba o Ramón del Valle Inclán entre otros, quienes le consideraban un verdadero artista en lo suyo, adoptando el estilo de ellos en su forma de vestir y renunciando a la clásica coleta de torero, en un significativo afán de confundirse con ellos. Cuentan de él que en sus numerosos viajes siempre le acompañaba una maleta cargada de libros. Valle Inclán llegó a dedicarle un emotivo discurso en su favor, a sabiendas de que la generación del 98 no era partidaria de la Fiesta Nacional, pues la consideraba como un síntoma del atraso del país.

   El 8 de abril de 1962, tras despedirse del mayoral que le acompañó hasta la entrada de su finca se quedó a solas, tal vez sopesando la conveniencia de su última voluntad. No le mató un toro, sino una pistola de pequeño calibre (6.35) situada estratégicamente, para no errar, la misma que hizo añicos la figura del héroe, del mito. Es sumamente aclaratoria la nota de redacción de un diario de la época, donde afirmaba, “ Resulta triste y doloroso en extremo, que un hombre que en su vida dio tantísimas pruebas de valor, haya tenido este final “.

   Siempre he sostenido que tras cada suicidio hay una historia y una extrema situación que lo provoca. Personalmente creo que Juan Belmonte, al retirarse, tuvo esa sensación de no ser nadie, de no estar en boca de la cultura y sus agasajos, de sentirse ese juguete roto que estorba en cualquier estantería.

   En el lado opuesto a tan insigne figura leo en la prensa que una profesora jubilada de Sussex  (Reino Unido) pide se le practique la eutanasia porque “no puede soportar tanta tecnología”. Les puedo asegurar que me ha conmovido su historia, y yo, que aunque esté mal visto tengo sentimientos, y para nada me avergüenza reconocerlo, no he tenido más remedio que involucrarme, porque creo que es el principio de lo que vendrá más tarde. No pudo adaptarse a los tiempos en que las personas nos comportamos “como robots”. No pudo ni aceptó que los emails, Whatsapps devoraran ese rasgo tan apreciado por ella: la humanidad. Nunca aceptó que el ser humano pase horas frente al ordenador o el móvil, los ingenios de la técnica que no son capaces de mostrar las emociones de una carta autógrafa, a veces perfumada en función de su destinatario, del sello y el sobre que en machacona y rutinaria práctica sí eran capaces de llegar al corazón. Tampoco estaba enferma, y para nada era un alivio terminar en una Residencia, por lo que consiguió convencer al equipo médico, pero de forma legal, dando la cara, y sobre todo, explicando el porqué, en frontal oposición al suicida, quien se lleva las razones a la propia tumba.  Recurrió a la eutanasia porque, en este mundo de tecnología no encontró razón de peso para seguir viviendo. Siempre sintió la sensación de “nadar contra corriente”, como también reconoció que nunca pudo adaptarse.


   Realmente subyace la sensación de soledad para ambos. Juan Belmonte siempre estuvo arropado por el mundo de la cultura, los que evitaban el olvido, que la estrella se apagara. Esta mujer también se sentía sola, marginada en un mundo donde un niño de apenas ocho años es capaz de dar toda una clase magistral del manejo de la tecnología en un Iphone, la misma tecnología a la que nunca supo adaptarse, y la que, en última instancia también le mató.

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