lunes, 16 de mayo de 2016

EN LA VIDA Y EN LA MUERTE


                         

    Es como volver de un viaje programado a lo desconocido, al azar, sorteando obstáculos que contribuyen a tanta ansiedad. En cada proyecto es vital el mínimo exigido de relajación, de calma y sosiego, y aún así, nada garantiza los resultados apetecidos. Es esa espiral que nos envuelve, en la hiperventilación casi contínua y que nos invita a seguir, porque también es la única forma de evitar, de no enfrentar el síndrome de abstinencia que paliamos con la distracción, para no herir en lo más profundo el alma.
   Es complicado, y soy consciente de lo que debe significar para el más común de los mortales vivir esperando un desenlace incierto y casi nunca asumido. No asumimos irnos sin completar el ciclo medido en tiempo razonable, si es que vida y muerte alguna vez lo fueron. La metamorfosis lenta que sufre el cuerpo con el paso de los años, se tolera, se acepta por ser la señal inequivoca de que se ha vivido, y se convive con ella, con una adaptación progresiva. No aceptamos en cambio la interrupción brusca del ciclo, por lo que supone en sufrimiento, y entiendo por brusquedad la pérdida de un ser querido mucho antes de poder entender una "muerte natural", la culminación de su ciclo vital.
    Aunque volví de una experiencia cercana, no fuí consciente, inmunizado tal vez por mi corta edad, del significado de la muerte, y tuvo que ser en la persona de Paquito donde tomara contacto. Yo no llegué a conocerle nunca, porque la leucemia ya le tenía postrado. Paquito tenía 12 años, y era hijo de Josefa, la limpiadora de la casa donde estaba acogido tras mi alta hospitalaria, un hogar con nombre biblico, destinado a personas con fuerte desarraigo y significada pobreza. José Antonio, el responsable de la casa, era un privilegiado, pues poseía un magnetófono Philips, inseparable de él y que portaba en bandolera. Cada día le visitaba en el hospital, y a modo de regalo tras el regreso, me ponía la grabación de su charla. Su voz, que en un principio era limpia, iba tornándose cada vez más ronca, con una respiración agitada, casi sin fuerzas. Su última grabación, de apenas 40 segundos era ya ininteligible, y en ella se despedía de todos.
    El dolor que percibimos en situaciones similares, pasa por cinco estadíos emocionales, según sostiene E. Kübler-Ross, negación, rabia, negociación, depresión y aceptación, experimentadas en mayor o menor grado de forma secuencial. Es entonces cuando nos asaltan las preguntas acerca del origen, así como las razones que puedan explicar dolor y muerte. A modo de confesión, he llegado a cuestionar ese libre albedrío del que Dios dotó al hombre, y me veo reflejado en uno de los estadíos no descrito: impotencia. Si la rabia la experimenta el enfermo, (¿porqué a mi?), sus allegados son presa de un sentimiento de impotencia, decaimiento, tristeza. Ante la imperiosa necesidad de respuestas, el enfermo grave recurre a la religión, a la fe perdida con anterioridad a su enfermedad, como consuelo, y, porqué no, por el temor infundido e infundado a lo desconocido, salvo casos muy aislados de profunda convicción anti religiosa y donde la familia y seres queridos se convierten en el principal apoyo.
    La concepción platónica de la muerte considera que filosofar es prepararse para morir, y prepararse para morir no es otra cosa que pensar en la vida de mortal. Saber que vamos a morir hace que nuestra vida sea considerada como única e irrepetible. Todo lo que acometemos, cuanto hacemos en nuestra vida es resistir ante la muerte, y por tanto, es la conciencia de la muerte la que convierte la vida en algo muy serio para cada mortal.
    Para el cristianismo es esperar una existencia más feliz que la terrenal para quienes cumplan los preceptos de Dios, y, de no cumplirlos, la existencia será tortuosa, el inolvidable llanto y rechinar de dientes con que nos amenazaban los religiosos. Es el cristianismo el único que habla de otra vida, pero, ¿ qué tipo de vida? Como mortales sólo conocemos la terrenal, y, en mi escepticismo, no creo en otra vida, sino en un estado, y no sé si físico, sólido o gaseoso o qué tipo de materia. Si el cristianismo sirve a Dios, entiendo que prometa y reserve premio o castigo, en función del cumplimiento de esos preceptos. Creo que es imposible que cualquier religión se sostenga, que obligue al cumplimiento de unos preceptos, entre ellos, la fe, si a cambio no te reserva algo mejor. Quienes han pasado por alguna experiencia cercana a la muerte, hablan del tunel de luz, de una paz inmensa, perfectamente explicable por un estado de insensibilidad, pero no que esa sea la vida mejor. Tampoco hay referencias de que hayan conocido a otros que se fueron antes, y para reconocer, hay que ver, tiene que funcionar un tejido neuronal, la memoria. ¿Notaron que relaciono lo anterior sin abandonar mi argumentación de mortal?.
          Sostengo que se nos enseña a cumplir unos objetivos, (vivir es otra cosa), con unas obligaciones y metas definidos, pero en plena juventud contemplamos la muerte como algo lejano. Es algo parecido a lo que nos sucede a más de uno a la hora de tributar al Estado y satisfacer los impuestos a que estamos obligados. "Tengo tiempo", es la expresión más común. Ni que decir tiene que siempre acudimos tarde. Si desde que nacemos somos candidatos a una muerte, bien sea prematura o de fin de ciclo biológico, bueno sería el aprendizaje, la aceptación de algo irreversible e inevitable, como seres vivos que somos, y, por supuesto, muy diferentes en comprensión. Acudiendo a un dicho muy andaluz, "cada persona es un mundo".
  

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