En la lista de
ángeles que pusieron en riesgo sus vidas por ayudar a los demás, hasta hace
poco más de un década, faltaba un nombre: Irena Sendler. Su vida de ayuda a sus
conciudadanos también hay que situarla durante la invasión del ejército alemán,
en la Polonia
ocupada de 1939.
Conocer a este
ejemplo de amor por los demás fue algo casual, gracias a un grupo de alumnos de
un instituto de Kansas, quienes, para un trabajo de fin de curso ahondaron e
investigaron en la vida de algunos de los héroes del Holocausto. Pero existían
pocos datos de ella, algo “normal” en un régimen comunista donde hacer el bien
siempre es sinónimo de religión, el opio del Pueblo que tanto perjudica a su
ideario. Lo que más sorprendió al grupo de estudiantes fue el dato: salvó la
vida de 2.500 niños. Me resulta increible esa ausencia de reseñas biográficas,
y, comparándolo con Oscar Schindler, quien salvó la vida de 1.000 judíos noto
cierto desfase a la hora del reconocimiento. Algo tuvo que ver, en mi opinión,
el llevar a la gran pantalla la labor de Schindler, por parte de Steven
Spielberg con su famosa lista.
Irena era
enfermera, integrada en el Departamento de Bienestar Social de Varsovia, y de
este organismo dependían los comedores comunitarios durante la invasión
alemana.
Fue tras la
creación del ghetto cuando Irena pudo comprobar las condiciones de hacinamiento
e insalubridad que padecían aquellos prisioneros de su ciudad, lo que le llevó
a integrarse en el Consejo de Ayuda a los Judíos. El hacinamiento trae consigo
las epidemias, y toda suerte de enfermedades contagiosas, por lo que, los altos
mandos alemanes, temerosos de la propagación del tifus, decidieron dejar en
manos de los polacos el control
sanitario en el propio ghetto. Para Irena, salvar a los niños era algo
prioritario, por lo que se puso en contacto con familias para sacar a los niños
del ghetto. No resulta difícil comprender lo que tuvo que ser para ella
convencer a las madres, y la desesperación de estas, sin unas garantías de éxito.
Era muy difícil prometer sin ni siquiera saber si podrían salir algún día.
¿Qué madre o
abuela quiere separarse de sus hijos o nietos?. Irena Sendler lo sabía porque
en esos difíciles momentos había sido madre y lo entendía. Le llevaba días,
meses convencer a los padres. En ocasiones, cuando Irena volvía para intentarlo
por enésima vez, comprobaba con horror que se habían llevado a toda una familia
en trenes camino del exterminio.
Los sacaba en
ambulancias, con la excusa de padecer tifus, pero no escatimó nunca en medios,
valiéndose de todo cuanto estaba a su alcance como cajas de herramientas, cubos
de basura, grandes cestos, ataúdes y todo cuanto pudiera ser susceptible de
servir como vía de escape. También logró reclutar una decena de voluntarios del
Departamento de Bienestar Social, y con su ayuda logró falsificar cientos de
documentos, otorgándoles identidades temporales, para, una vez llegada la paz
pudieran volver con sus familias. Eran pues, dos retos: mantenerlos con vida y
devolverlos con sus seres queridos después. Consciente de lo difícil que
resultaba devolver sus identidades en un futuro, Irena ideó un sistema (todo un
derroche de imaginación) que consistía en apuntar en un trozo pequeño de papel el
nombre real de cada niño, así como su nombre ficticio, tras lo cual lo introducía
en un bote vacío de conserva y lo enterraba bajo un manzano del jardín de un
vecino. Allí guardó el pasado de esos 2.500 niños, aguardando la marcha de las
tropas alemanas.
Pero un día la
siniestra Gestapo descubrió sus
actividades, y un 20 de octubre de 1943 fue detenida y conducida a la prisión
de Pawiak donde soportó la infame violencia en forma de tortura. En el colchón
de su celda halló una estampa de Jesucristo, muy estropeada. La conservó a modo
de señal milagrosa, por haber sobrevivido al terror, y en 1979 se la obsequió a
Juan Pablo II.
Solo ella conocía
los datos de las familias que albergaban a los niños judíos. Soportó la tortura
sistemática y jamás delató a sus colaboradores, como tampoco reveló el paradero
de ningún niño oculto. Le rompieron las piernas, pero jamás cambiaron su
voluntad, a pesar de ser sentenciada a muerte. Una sentencia incumplida, porque
camino del lugar de la ejecución, el soldado que la escoltaba, la dejó escapar,
al ser sobornado por la Resistencia ,
ya que no querían que muriese llevándose el secreto a la tumba del paradero de
los niños. Aunque oficialmente figuraba en la lista de ejecutados, Irena
continuó trabajando, con identidad falsa.
Esta gran mujer,
perdió a su padre, médico, de tifus, pero mucho antes de contraer la enfermedad
le transmitió lo que llevaría a la práctica,
“ Ayuda siempre al que
se está ahogando, sin tener en cuenta su religión o nacionalidad. Ayudar cada día
a alguien, ha de ser una necesidad que salga del corazón”.
Una vez finalizada la guerra, ella misma
desenterró los envases, utilizando sus notas para localizar a las familias
adoptivas, receptoras de 2.500 almas, diseminadas por toda Europa y devolverlas
con sus familias, aunque muchas de ellas habían perecido en los campos de
exterminio. Para los niños siempre fue Jolanta, su nombre en clave. Años más
tarde, tras publicar una fotografía suya de la época, comenzaron a llamarla
para darle las gracias por salvarles la vida.
Irena Sendler nunca
se consideró una heroína, y, hasta su muerte, postrada en una silla de ruedas
siempre se lamentó: “Podría haber echo más”, y “este lamento lo tendré hasta mi
muerte”.
En 1965, la organización
Yad Vashem, en Jerusalem le otorgó el título de Justa entre las Naciones, nombrándola
al mismo tiempo ciudadana honoraria del Estado de Israel, falleciendo el 13 de
mayo de 2008 a
la edad de 98 años.
“ No se plantan semillas de comida, se
plantan semillas de bondades. Traten de hacer un círculo de bondades, éstas las
rodearán, y las harán crecer más y más”.
Irena Sendler
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