Como esta máquina
que es capaz de almacenar texto, fotografías y toda clase de datos clasificados
por tipos, formatos, así trabaja nuestra mente. Alojamos y guardamos cuanto nos
gratifica y dejamos en “stand by” el resto, en un corredor de la muerte llamado
“papelera de reciclaje”, con la implícita verdad de saber que nada de cuanto
nos provoca rechazo puede ser reciclado, finalizando siempre con “deleté”.
A lo largo de
nuestra vida almacenamos todo, pero dentro de ese todo, y como intrusos
aprovechando la “back door” o puerta trasera sin pasar ningún tipo de filtro,
tras un análisis, a veces superficial y otras exhaustivo, denominamos
“corrupted files”. Son los archivos que en un principio creimos importantes,
pero estorban en el modelo definido de comportamiento, pautas y protocolos que
siguen las lineas previamente configuradas.
Pero nuestra
memoria no es tangible, como tampoco cuantificable, y, mucho menos ampliable.
Tenemos un solo módulo, que jamás queda obsoleto, porque el fabricante no
procede de Silicon Valley, ni se gestó en un garaje con fórmulas y algoritmos
con los bytes como protagonistas. Es selectiva, capaz de mostrar en
milisegundos lo que cualquier diafragma capta y seguidamente muestra en la
interface confeccionada para que nada resulte desagradable a nuestra vista.
También a veces nos convertimos en ese “spam” molesto con el único fin de
llamar la atención, de desviar el curso de un cauce, sin reparar en que el
usuario ya estableció un orden de “prioridades”, asignando al programa
principal el uso masivo de recursos.
Nuestra memoria, a
diferencia de la artificial, es capaz de convertirse en virus, cuando en
contínuo e interminable aquelarre nos tortura recordando siempre quienes somos,
de dónde venimos y hacia dónde vamos. Nos muestra un frío internado, con
alquerías del siglo XVIII, sin calefacción ni agua caliente, miedo y terror
perfectamente conjugados con la nítida visión de un hábito y un silbato que
resuena con el eco que se pierde en lo más profundo de sus rincones. En un
“reset” forzado nos pone delante la versión propia de Padre Padrone, con un
final trágico, y, tras este nace una nueva vida, con el difícil reto de
asimilar lo que parece imposible. Y si potente es nuestra memoria, no menos lo
es nuestra Unidad Central de Proceso, nuestro cerebro, quien, tras los flashes
a modo de latigazos, consigue evitar en última instancia que se produzca el
terrible “over flow” o desbordamiento de datos.
Como en un disco
duro, nuestra memoria es la que accede a las diferentes particiones que
conforman nuestra vida. Aunque pongamos cortafuegos, barreras de protección,
siempre hay una puerta por la que accede impunemente para recordarnos que solo
ella es dueña de nuestro estado, y lo que ayer fue “read only” hoy puede ser
“write”.
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